miércoles, 28 de septiembre de 2011

CSV - CUARTOS MEDIOS - FILOSOFÍA - MATERIALES PARA PRUEBA DE CONTENIDOS ESPECÍFICOS - UNIDAD 2: EL PROBLEMA DE LA MORAL Y LA ÉTICA - TEMA: ÉTICA ANTIGUA Y ÉTICA MODERNA


TEXTOS DE ESTUDIO PARA CUARTO MEDIO.
SEGUNDA UNIDAD: ETICA.
TEMAS: ÉTICAS CLÁSICAS GRIEGAS Y ÉTICAS MODERNAS

Los siguientes textos cortos contextualizan a la época y a la cosmovisión general  de las teorías filosóficas principales que hemos analizado ya sean éstas de la filosofía clásica griega o la filosofía moderna 

TEXTO Nº 1: EL SIGNIFICADO DE LA SABIDURÍA PARA LOS ANTIGUOS ESTOICOS.
 Texto escrito por el filósofo francés contemporáneo LUC FERRY, y que fue publicado en el texto “Aprender a vivir

Debemos conocer el mundo que nos rodea para poder encontrar nuestro lugar en él, para aprender a vivir e inscribir en él nuestras acciones. Como ya te había dicho, he ahí la primera tarea de la filosofía.
[para los estoicos[1]…] la primera tarea que debe imponerse a la filosofía es la de ver lo esencial del mundo, lo que hay en el de más real, más importante, más significativo. Ahora bien, para la tradición filosófica que culmina en el estoicismo, la esencia más íntima del mundo es la armonía, el orden justo y bello a la vez, que los griegos denominaban cosmos.
Si quieres hacerte una idea precisa de lo que llamaban los griegos “cosmos”, lo más fácil es que te imagines que todo el universo es un ser ordenado y animado. En efecto, para los estoicos la estructura del mundo, o si lo prefieres el orden cósmico, no es sólo un todo magníficamente organizado, sino que es también un orden análogo al de cualquier ser viviente. En el fondo, el mundo material, el universo entero, es como un animal gigantesco y cada uno de sus elementos, cada órgano, ha sido admirablemente concebido y dispuesto armónicamente en el conjunto. Es a este orden, al cosmos como tal, a la estructura ordenada del universo entero, a lo que los griegos llamaban lo “divino”  y no como en el caso de los judíos o los cristianos a un Ser exterior al universo que habría existido antes que éste y lo habría, de hecho, creado. Por lo tanto desde el punto de vista de la teoría estoica el cosmos es, más allá de algunos episodios accidentales y provisionales que son las catástrofes, esencialmente armonioso, lo que tendrá consecuencias considerables en el ámbito de lo práctico, es decir, en el plano de la moral, de lo jurídico y de lo político. Por que es precisamente en la medida en que la naturaleza es armoniosa en la que puede, de algún modo, servir de modelo a la conducta de los hombres.
La naturaleza, al menos cuando funciona con normalidad, al margen de los accidentes y las catástrofes, acaba haciendo justicia con cada uno de nosotros, en el sentido de que nos dota de lo esencial, de aquello que necesitamos: un cuerpo que nos permite movernos por el mundo, una inteligencia que nos capacita para adaptarnos y riquezas naturales que han de bastarnos para sobrevivir. De manera que en este gran reparto cósmico cada cual recibe lo debido. Esta teoría de lo justo preludia una formula que servirá de base a todo el derecho romano: “Dar a cada cual lo suyo”, colocar a cada cual en su lugar, lo que presupone que existe para cada uno algo así como un sitio, un “lugar natural”, como dicen los griegos, en el seno del cosmos, y que ese cosmos es, en sí mismo, justo y bueno. Como comprenderás desde ésta perspectiva uno de los objetivos de la vida humana será encontrar el lugar justo en el seno del orden cósmico. Es llevando a cabo esta búsqueda, o mejor dicho, realizando exitosamente esta tarea, como se pueden alcanzar la felicidad y la buena vida.
            ¿Qué tipo de ética correspondería a esta teoría que hemos descrito brevemente?.
Sobre la respuesta no cabe duda alguna: la que nos permita unirnos o ajustarnos al cosmos; ésta es a los ojos de los estoicos la consigna de toda acción justa, el principio mismo de toda moral y toda política. Porque la justicia es ante todo, rectitud, ajuste. Al igual que un ebanista o un constructor de violines ajustan una pieza  de madera en un contexto más amplio (en un mueble o en un violín), lo mejor que podemos hacer es esforzarnos por encajar en el seno del orden armonioso y bueno que nos devela la teoría.
            Para los antiguos, no es ya sólo que la naturaleza estuviera detrás de todo lo bueno, sino que, al margen de ella, quedaba en nada la voluntad de una mayoría de seres humanos llamados a decidir sobre el bien y el mal, sobre lo que es justo o injusto, puesto que entendían que los criterios que nos permiten discriminar entre unas cosas y otras derivan todos de un orden  natural exterior y superior a los seres humanos. En líneas generales, lo bueno es lo que se ajusta al orden cósmico, lo queramos o no, y lo malo es lo contrario, nos guste o no. Lo esencial es ajustarse, mediante la práctica, a la armonía del mundo, a fin de encontrar el sitio justo que el Todo nos ha asignado a cada cual.
Al alcanzar cierto nivel de sabiduría teórica y práctica, el ser humano comprende que la muerte no existe en realidad, que no es más que el paso de un estadio a otro, no una anulación, sino una forma de ser diferente. En tanto que miembros de un cosmos divino y estable, podemos participar, nosotros también, de esa estabilidad y de esa divinidad. Si lo comprendemos así, percibiremos de golpe hasta que punto el miedo que sentimos hacia la muerte no se justifica, no sólo desde un punto de vista subjetivo, sino tampoco desde un sentido panteísta, pues siendo objetivamente el universo eterno y dado que nosotros estamos llamados a no ser más que un fragmento en su seno, ¡jamás dejaremos de existir!.
La finalidad misma de toda actividad filosófica es enseñarnos a llevar una vida buena y feliz, la que nos puede enseñar “a vivir y a morir como un Dios”, es decir, como un ser que, percibiendo su vínculo privilegiado con todos los demás seres en el seno de la armonía cósmica, alcanza la serenidad, la conciencia del hecho de que, aun siendo mortal en un sentido, no por ello resulta menos eterno en el otro.
Los dos frenos que nos bloquean y nos impiden acceder a un desarrollo completo son la nostalgia y la esperanza, el apego al pasado y la preocupación por el porvenir. Hacen sin cesar que nos perdamos el instante presente, nos impiden vivir plenamente. Para poder salvarnos, para acceder a la sabiduría que esta por encima de la filosofía, resulta imperativo aprender a vivir sin miedos vanos ni nostalgias superfluas, lo que supone que uno debe dejar de vivir en dimensiones temporales que, como el pasado y el futuro, no tienen existencia real alguna, para atenerse, en la medida de lo posible, al presente. Podríamos añadir, para ser más exactos, que no son sólo los “antiguos males” los que echan a perder la vida presente de quienes pecan de falta de sabiduría, sino que paradójicamente, pueden ser más nocivos aún los recuerdos de los días felices que hemos perdido irremediablemente y que “nunca volverán”.
Por su lado la esperanza es, en contra de lo que ya es un lugar común, la mayor de la infelicidades. Porque por su misma naturaleza pertenece al orden de la carencia, de la tensión creada por la insatisfacción. Vivimos constantemente en el seno de la dimensión de un proyecto, precipitándonos tras objetivos localizados en un futuro mas o menos lejano, y creemos, suprema ilusión, que nuestra felicidad depende de que podamos alcanzar esos fines – poco importa que sean mediocres o grandiosos – que nos hemos autoimpuesto. Comprar el último MP3 que ha salido al mercado, una cámara de fotos más potente, tener una habitación más hermosa, una moto más moderna, seducir a alguien, llevar a cabo un proyecto, crear una empresa que sea: todas y cada una de las veces caemos ante el espejismo de una felicidad aplazada, de un paraíso por construir, en este mundo o más allá. Olvidamos que no existe otra realidad que la de aquí y ahora, y que esa extraña huida hacia delante seguramente nos haría fracasar. Hay que aprender a vivir como si el instante más importante de tu vida fuera el que estas viviendo en este momento y las personas que mas contaran fueran las que tienes delante.
La vida buena es decir, la vida libre de temores y de esperanza, es una vida reconciliada con lo que es, la existencia que acepta el mundo como tal. Sobre esta base, los estoicos nos invitan a la reconciliación con lo que es, con el presente como tal, más allá de nuestras esperanzas y lamentaciones.
            Es de sabios habituarse a no apegarse a lo que pasa. Si no lo hacemos así, seremos nosotros mismos los que predispongamos a padecer los peores sufrimientos. No se trata de mostrarse totalmente indiferente y mucho menos de faltar a los deberes que nos impone la compasión hacia los demás, especialmente hacia los que amamos. Pero no por ello hay que dejar de desafiar como la peste los apegos que nos hacen olvidar eso que los budistas, por su parte, llaman la “impermanencia” , el hecho de que en este mundo nada es estable, que todo cambia, que todo pasa. Hay que saber contentarse con el presente, amarlo sin desear otra cosa, sin lamentar lo que se es. Siempre se trata de la muerte y de las victorias que la filosofía nos permite alcanzar sobre ella o, al menos, sobre el miedo que ésta nos inspira, impidiéndonos vivir bien. En este punto, todo se orienta a alcanzar la espiritualidad más elevada: se trata de vivir el presente, de distanciarse de los remordimientos, lamentos y angustias que nos anclan en el pasado y en el porvenir. Se trata de gozar cada instante de la vida como éste se merece, es decir, con la total y plena conciencia de que, dado que somos mortales, siempre puede ser el último. Por tanto, hay que “llevar a cabo cada acción en la vida como si fuera la última”. Existen momentos de gracia en la vida, instantes en los que experimentamos esa extraña sensación de estar, por fin reconciliados con el mundo. Procurar que toda la vida se parezca a esos instantes, eso es lo que en fondo constituiría el ideal de la sabiduría. Y es en este punto donde rozamos algo muy cercano a la salvación, en el sentido de que nada puede turbar la serenidad que nace de la supresión de los temores ligados a otras dimensiones temporales. Cuando se sobrevenga la catástrofe, o al menos lo que los hombres suelen considerar habitualmente como tal – la muerte, la enfermedad, la miseria y todos los males ligados al carácter irreversible del tiempo que pasa -, podré hacerle frente gracias a la capacidad que adquirí de vivir el presente, es decir, de amar el mundo tal cual es, como se presenta.

TEXTO Nº 2: LA LIBERTAD, EL NUEVO PRINCIPIO DE LA MORAL MODERNA. 
 Texto escrito por el filósofo francés contemporáneo LUC FERRY, y que fue publicado en el texto “Aprender a vivir

En líneas generales, se entiende que el giro hacia el pensamiento moderno tiene lugar en un periodo que va de la publicación de la obra de Copérnico de las revoluciones de las órbitas celestes (1543) a la de Newton Principia mathematica (1687) pasando por los Principios  de la filosofía de Descartes (1644) y la publicación de las tesis de Galileo sobre la relación entre la Tierra y el Sol (1632). Con estos trabajos nace una nueva era en la que consideramos que seguimos viviendo. No es solamente el hombre, como ya hemos dicho, el que “ha perdido su lugar en le mundo”; es más bien el mundo mismo, al menos ese cosmos que servía de marco cerrado y armonioso a la existencia humana desde la Antigüedad, el que se volatiza pura y simplemente. Al mismo tiempo que aniquilaba los principios de la cosmología antigua – afirmando, por ejemplo, que el mundo no es redondo, circunscrito, jerarquizado y ordenado, sino un caos infinito y carente de sentido, un campo de fuerzas y objetos que chocan entre sí al margen de cualquier tipo de armonía -, la física moderna debilitaba considerablemente los principios de la cosmología antigua y de la religión cristiana.
En efecto, no es sólo que la ciencia pusiera en cuestión ciertos postulados que la Iglesia había defendido imprudentemente en ámbitos en los que habría hecho mejor no entrometiéndose – la edad de la Tierra, su situación en relación con el Sol, el momento en que nacieron el ser humano y las especies animales, etcétera-; es que, como punto de partida, invitaba a los seres humanos a adoptar una actitud de duda permanente, a desarrollar un espíritu crítico muy poco compatible, sobre todo en la época, con el respeto a las autoridades religiosas. La fe, ya algo tocada por las rígidas restricciones impuestas por la Iglesia, empezaría también a vacilar, de modo y manera que los espíritus mas esclarecidos se encontraron en una situación verdaderamente dramática en lo referente a las antiguas doctrinas de salvación que parecían menos creíbles a cada momento que pasaba.
En el plano ético, la revolución teórica tuvo otro efecto devastador: el universo ya no tenía nada de cosmos, por lo tanto, era imposible convertirlo en un modelo que imitar en el ámbito de la moral. Si a eso le añadimos que temblaban los cimientos mismos del cristianismo, si la obediencia a Dios empezaba a no ser algo simplemente debido ¿dónde buscar los principios de una concepción moral de las relaciones entre los hombres, de un nuevo fundamento de la vida en común?
Retomemos el hilo de un razonamiento que ya empiezas a conocer bien: si el mundo ya no es un cosmos, sino un caos, un entramado de fuerzas que entran sin cesar en conflicto unas con otras, está claro que el conocimiento tampoco puede adoptar la forma de una teoría propiamente dicha (en el sentido antiguo de “contemplar lo divino”), ya no hay nada divino en el universo que el espíritu humano pudiera tener interés en contemplar. El orden, la armonía, la belleza, de entrada, han dejado de ser dones, ya no están inscritos a priori en el corazón de lo real.
La nueva imagen del mundo forjada por la ciencia moderna no tenía nada que ver con la de los antiguos. El universo que nos describe Newton, en concreto, no es en absoluto un universo de paz y armonía. Ya no es una bella esfera cerrada en sí misma, donde se puede vivir bien siempre que uno encuentre su lugar, como si de una casa confortable se tratara, sino que estamos en ante un mundo de fuerzas y de choques, en el que los seres no pueden situarse por la simple y buena razón de que pasarán a formar parte del infinito, carente de límites en el espacio y en el tiempo. Por tanto, será necesario repensar todas las cuestiones filosóficas de principio a fin 
Por tanto, para volver a encontrar algo parecido a la coherencia, para hacer que el mundo en el que vivan loa hombres siga teniendo algún tipo de sentido, será necesario que el ser humano mismo, utilizando su saber, introduzca desde el exterior el orden en un universo que ya no lo ofrece a primera vista. En lo sucesivo habrá de ser el hombre el que, recurriendo a su capacidad de pensar, reintroduzca el sentido de la coherencia en un mundo que, al contrario de lo que ocurría en el caso del cosmos de los antiguos, no parece basarse en ningún a priori  
Precisamente para responder a esta interrogante la filosofía moderna empieza a situar en el centro de sus reflexiones una cuestión aparentemente extraña: la diferencia que existe entre los hombres y los animales. Si a los filósofos de los siglos XVI y XVII les apasionaba la definición de animal, si deseaban saber cual era la diferencia esencial entre la humanidad y la animalidad, no era por casualidad ni por motivos superficiales, sino porque es comparando a un ser con aquello que le es más próximo como mejor se puede aprehender su diferencia específica, lo que realmente le caracteriza. Partiendo del debate sobre el animal y, como contrapartida, sobre la humanidad del hombre se entra directamente en el ámbito de la filosofía moderna. Y en este debate será Jean - Jacques Rousseau  quien, en el siglo XVIII, retomando las discusiones abiertas especialmente por Descartes y sus discípulos, aportará la contribución más decisiva.
Rousseau disponía de dos criterios clásicos a la hora de diferenciar el animal del hombre, por un parte la inteligencia, por otra la sensibilidad (a la afectividad, a la sociabilidad, que engloba asimismo la capacidad de habla). Rousseau va a superar estas distinciones clásicas para pasar a proponer otra, inédita en ciertos aspectos. Lo primero que afirma Rousseau es que es evidente que el animal por mucho que parezca una “maquina ingeniosa” como decía Descartes, posee una inteligencia, una sensibilidad y ostenta la facultad de comunicarse. Por tanto, lo que diferencia a los seres humanos en última instancia no es la razón, ni la afectividad, ni siquiera la capacidad de habla. El criterio de diferenciación entre el hombre y los animales ha de ser otro, que Rousseau lo va a situar en el ámbito de la libertad o, como dice él, el de la perfectibilidad. La perfectibilidad es nuestra capacidad para perfeccionarnos a lo largo de toda nuestra vida, mientras que el animal, guiado desde sus orígenes y de forma segura por la naturaleza (o por el instinto), es, por así decirlo, perfecto “de golpe” desde su nacimiento.
Si la observamos objetivamente, constatamos que a la bestia la conduce un instinto infalible, común a su especie, como si de una norma intangible se tratara, una especie de programa informático del que jamás puede desembarazarse del todo. Así de golpe y plumazo se ve privada tanto de libertad como de la capacidad de perfeccionarse. En cambio el hombre se va a definir a la vez por su libertad, su capacidad de eludir el programa que guía al instinto natural, y, a la vez, por su capacidad para generar una historia en la que el desarrollo futuro no esta predeterminado de manera absoluta.
Hay un ejemplo paradójico del carácter antinatural de la voluntad humana, un ejemplo que no habla precisamente a favor de la humanidad: el fenómeno del mal. En efecto el ser humano parece ser el único capaz de mostrarse como un ser realmente diabólico. El mal radical, ese que piensa Rousseau, le resulta desconocido a los animales y es patrimonio exclusivo de la humanidad, es de otra naturaleza: parte del hecho de que no sólo “se hace el mal” sino que se convierte al mal en un proyecto. El gato produce mal al ratón, pero hasta donde nosotros podemos juzgarlo, el provocar sufrimiento no es parte de sus objetivos de caza. Por el contrario, todo indica que el ser humano es capaz de organizarse concientemente para hacer el mayor mal posible a su prójimo. Esto es lo que, por otra parte, la teología tradicional denominaba maldad, lo demoníaco que hay en nosotros. Desgraciadamente lo demoníaco parece ser algo muy específico del hombre. Así lo prueba el hecho de que no hay nada en el mundo animal, de hecho en todo el ámbito de la naturaleza, realmente parecido a la tortura. En esta vocación antinatural, en esta constante posibilidad del exceso que leemos en un ojo humano que no refleja únicamente la naturaleza, podemos descifrar lo peor, pero también, y por la misma razón, lo mejor, el mal absoluto y la generosidad más impresionante. A este exceso es a lo que Rousseau denomina libertad; es el signo de que no estamos encerrados, o en todo caso no completamente, en nuestro programa natural de animales aunque, por otra parte nos parezcamos a ellos.
            Una primera consecuencia de esta idea es la de la historicidad de la vida humana: los humanos a diferencia de las bestias estarán dotados de lo que podríamos llamar una doble historicidad. Contarán con una historia de tanto que individuos, en tanto que personas, lo que uno suele denominar educación. Tendrán también una historia en tanto que miembros de la especie humana, participarán de la historia de las sociedades humanas, eso que normalmente denominamos cultura y política. Lo que le permite al hombre contar con esta doble historia es el hecho de que puede exceder el programa de la naturaleza, que puede evolucionar indefinidamente, educarse a lo largo de toda su vida y entrar a formar parte de una historia cuyo fin nadie puede prever hoy.
Si el hombre es libre, no existe naturaleza humana, ni esencia de lo humano que definan lo que es la humanidad y que precedan su existencia y la determinen. El ser humano no se ve predeterminado por ninguna esencia, no hay ningún programa capaz de encerrarle completamente, ninguna categoría que le aprisione totalmente, de modo que no pueda emanciparse al menos en parte: su parte libre. El hombre es un ser moral por el mero hecho de ser libre, de no dejarse aprisionar por ningún tipo de código natural o histórico. ¿Cómo podrían imputársele las buenas o malas obras si no fuera libre de elegir? ¿Quién piensa en condenar a un tiburón que acaba de comerse a un surfista? Sin embargo, cuando un camión provoca un accidente, se juzga al camionero no al camión.
            El hombre es el ser antinatural por excelencia, tiene una distancia mas o menos amplia con los programas de la naturaleza. Esa distancia es la que hace que podamos entrar en la historia de la cultura, que no tengamos que permanecer anclados a la naturaleza. Pero también es la que nos permite poner el mundo en cuestión, juzgarlo y transformarlo, inventar como suele decirse, ideales; distinguir entre el bien y el mal. Sin distancia no habría moral posible. Si la naturaleza fuera nuestro código, si estuviésemos programados por ella, jamás habría visto la luz ningún tipo de juicio ético.
            Con esta nueva antropología, con esta definición de lo que es propio del ser humano, Rousseau abre una vía esencial para la filosofía moderna. Más concretamente, la moral laica más influyente en los dos siglos siguientes partirá de ella, la moral postulada por el filósofo alemán más importante del siglo XVIII, Emmanuel Kant, una moral cuyas derivaciones tendrán un peso considerable en el pensamiento posterior. Kant expondrá las dos consecuencias morales más importantes para la libertad de esta nueva definición rousseauniana del hombre: que la idea de la virtud ética reside en la acción desinteresada y orientada al bien común y a lo universal, dicho en un lenguaje más sencillo, orientada no sólo hacia aquello que me beneficia a mí sino también a los demás.
            Para Kant la verdadera acción moral, la realmente “humana”, será en primer lugar y ante todo la acción desinteresada, es decir, la que da fe de eso que es propio del hombre: la libertad, entendida como la facultad de desembarazarse de la lógica de las inclinaciones naturales, porque hay que reconocer que estas últimas nos empujan hacia el egoísmo. La capacidad de resistirnos a las tentaciones a las que nos expone es exactamente aquello que Kant denominaba la buena voluntad, en la que veía el nuevo principio de toda moralidad auténtica. Es cierto que mi naturaleza (en la medida que también soy un animal) tiende a la exclusiva satisfacción de mis intereses personales, pero yo (ésta es al menos la hipótesis principal de la moral moderna) tengo la posibilidad de desembarazarme de sus mandatos y de actuar de manera desinteresada, altruista (es decir, volcándome a los demás y no pensando sólo en mi). Esta idea no tiene ningún sentido si eliminamos la hipótesis de la libertad: hay que suponer que somos capaces de escapar a nuestra programación “natural” para poder contradecir a nuestro “querido yo”.  
            El bien ya no esta ligado a mis intereses privados, a los de mi familia o a los de mi tribu. Siempre en el entendido de que no hay por qué excluirlos, sino que se trata, al menos en principio, de tener en cuenta también el interés de los demás, en el caso mas extremo de la humanidad entera como exigirá la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
            Libertad, acción desinteresada y preocupación por el interés general: he aquí las tres grandes palabras que definen la moral moderna basada en el deber, porque nos dice que debemos de ofrecer resistencia, librar un combate contra la animalidad o la naturalidad que hay en nosotros. Si damos por sentado que ya no se trata de imitar la naturaleza, de recurrir a ella como modelo, sino de combatirla y en especial de luchar contra el egoísmo natural que hay en nosotros, es evidente que hacer el bien, fomentar el interés general, no es algo que vaya de suyo, sino que es preciso vencer el egoísmo oponiendo resistencia racional. Para los filósofos de la libertad, y en especial para Kant, la virtud es una lucha contra la naturaleza que hay en nosotros.
La cuestión crucial para construir la ética moderna que ha enterrado las cosmologías antiguas es: ¿Dónde podemos hallar las raíces de un nuevo orden? ¿Cómo construir un mundo coherente para los seres humanos sin recurrir a la naturaleza, que ya no es un cosmos, ni a la divinidad, que no sirve de ayuda nada más que a los creyentes?. La respuesta que fundamenta el humanismo moderno, tanto en el plano moral como en el jurídico o el político, es: en la sola voluntad de los hombres, siempre que acepten la necesidad de restringirse así mismos, de auto limitarse a entender que quizás su libertad termina allí donde empieza la de los demás. La igualdad adquiere también un nuevo significado: si uno considerada que la virtud, el buen obrar, no reside en la naturaleza que hay que seguir,  sino en la libertad, los demás adquieren valor y se impone la democracia. El individualismo no es sino una consecuencia directa de éstos razonamientos: ya no se piensa que se tenga derecho a sacrificar a los individuos pata proteger el Todo (el cosmos de los antiguos) pues ese todo es una suma de individuos, una construcción ideal en el seno de la cual cada ser humano es un fin en sí, a partir de ese momento se impondrá la prohibición de tratarle como un mero medio o instrumento (no hay que “usar” a las personas). Aquí el termino individualismo ya no es sinónimo de egoísmo como se suele creer. Al contrario, hablamos de un mundo moral en el cual a los individuos se les valora según su capacidad de sustraerse a su egoísmo natural para construir un mundo moral o ético artificial.
Así el ser humano pasa a ser, como se diría en jerga filosófica, el sujeto que en adelante ocupará el lugar de las entidades antiguas (el cosmos y la divinidad), para acabar convirtiéndose lentamente en el fundamento último de todos los valores morales. En efecto es el que aparece como centro de atención, como el único ser que al final, resulta ser verdaderamente digno de respeto, en el sentido moral del termino.  

miércoles, 21 de septiembre de 2011

CLUB DE DEBATE CSV - APORTE A LA DISCUSIÓN SOBRE LA CRISIS EDUCACIONAL

Miembros del club de debate y comunidad viatoriana:
les dejo un microdocumental sobre los paradigmas dominantes en la educación y algunas de las causas de la crisis internacional de la educación.


CUARTOS MEDIOS CSV - PROGRAMA DE FILOSOFÍA - UNIDAD 2: EL PROBLEMA MORAL - TEXTOS Y RECURSOS PARA ESTUDIO

1.  Un panorama actual de nuestra ética.


¿Quién de nosotros no ha escuchado que nuestra sociedad está en una profunda crisis, casi al punto del derrumbe total? ¿Y quién no ha escuchado que esa crisis tiene que ver con el estado de nuestra moral, de la poca ética, de la ausencia de valores? Si éste diagnóstico fuese correcto… ¿qué podemos hacer? ¿Quién debiese hacer qué? ¿Para qué y en nombre de qué? E incluso podríamos preguntar antes ¿debemos desear hacer algo? ¿Hay algo que se pueda hacer? ¿Será una crisis real, o simplemente es la histeria del moralista, del mojigato, del conservador, es decir, del cartucho?

Muchas veces se dice que la ética tiene que ver con nuestros criterios personalmente adoptados sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, o lo justo y lo injusto. Vemos la falta de ética allí en los comportamientos que no necesariamente van contra la ley, pero sí van en contra de las ideas morales más arraigadas en sociedad. Apreciamos la ética en los comportamientos que consideramos ejemplares, que son capaces de oponer lo mejor al vicio generalizado, acciones que encarnan cualidades o aspectos estimables en las personas. Así cada cual encarna un tipo de carácter que se revela en sus acciones, y a su vez, vemos que las acciones de esas personas fueron construyendo un determinado tipo de carácter. El Che Guevara tenía una ética, Lady Gaga, Juan Pablo II, John Lennon y Muhammad Alí, también. Incluso, Charles Manson y Adolf Hitler.

La ética significa escoger unos criterios de un menú que generalmente se nos ofrece en la sociedad en la que fuimos criados. Mientras más libres y lúcidos seamos en nuestras elecciones, más autónomos y razonables somos. Mientras menos reflexionemos estaremos a merced de nuestros impulsos ciegos, de nuestras cambiantes emociones, de las tentaciones de los fanatismos grupales, del miedo a los poderosos, etc. Mientras más consciente seamos, quizás podremos ante esas mismas motivaciones rechazarlas rigurosa y taxativamente, o dejarnos llevar alegremente por ellas sin sentir culpa o remordimientos.

Ahora bien, nuestra libertad siempre está condicionada por una sociedad, por una historia, por unas condiciones materiales que no hemos escogido. No obstante, una vez que las reconocemos y medimos conscientemente, podemos elegir lo que realmente queremos hacer dentro de las alternativas que nos pone nuestro mundo. Ser ético exige una buena dosis de realismo, pues no podemos autosatisfacernos siempre en nuestras fantasías y ensoñaciones, pero también la ética nos pide grandes cucharadas de ideas e imaginación, para construir una vida mejor en las
circunstancias en que nos hallamos.

2. Eticas autónomas y éticas heteronomas. 

Nuestro problema actualmente es que debemos construir nuestra vida, y convertirnos en adultos, con referentes tradicionales cada vez más débiles y menos claros. Para más remate, debemos elegir ante una oferta aparentemente superabundante de placeres, felicidades, sentidos de vida y ofertas morales. Sabemos que ya no hay una sola forma de ser bueno, justo y feliz, sino muchas.

Hubo una época dorada en la cual la sociedad y los individuos se dispensaban de tener que darse la lata de pensar qué era lo bueno, lo bello y lo justo porque se pensaba qué eso nos quedaba relativamente claro a partir de un orden superior y no humano al que atenernos. Qué los dioses nos dicen que hagamos esto, que mis antepasados me ordenan seguir haciendo aquello, qué el Dios único y verdadero me ha mandado no hacer determinada cosa…etc. Estas sociedades y éstas éticas son denominadas por algunos heterónomas (hetero = otro, nomos= leyes) en función de que las leyes nos caían del cielo, eran regalos de los dioses o de los antepasados, estaban escritas en las estrellas o se sabían “por naturaleza”.

Quizás una de las éticas más perfectas de éste tipo fueron las éticas de los antiguos filósofos estoicos, que postulaban que el sentido de nuestra vida se enmarcaba en un universo armonioso y ordenado, un cosmos que poseían un equilibrio y una justicia propios ante los que había que enderezar la conducta humana. La acción correcta y la felicidad consistía en escuchar la orden de la naturaleza hablando en la conciencia del sabio, que practicaba una vida de total sumisión a ese orden, despreciando las banalidades y futilidades terrenales, soportando impasiblemente el sufrimiento, perdiendo el miedo a la muerte o a la desaparición de las cosas que amamos. Vivir abrazando tranquilamente el presente manteniendo una recta actitud.

Por contraste existieron casos en la antigüedad, y algunos más en la época moderna, de sociedades que tenían clara conciencia de que las leyes morales son una creación humana, que el destino de los seres humanos no es una predestinación sino la propia obra de individuos y pueblos. De que si bien estamos acechados inevitablemente por la muerte, en lo que respecta a nuestros valores y criterios morales podemos interrogarnos libremente, defenderlos y criticarlos, afirmarlos o negarlos, conservarlos o destruirlos. En estos casos esas éticas se denominaron autónomas (auto = por sí mismo, Nomos= ley).

Caso ejemplar de ésta ética fue lo propuesto por el filósofo Immanuel Kant, quién al contrario de los estoicos, sostenía que una acción absolutamente buena no podía basarse en escuchar la voz de naturaleza, tampoco en perseguir hacer algo útil por sí mismo o por los demás, que para hacer lo correcto realmente debíamos excluir toda búsqueda de bienestar o felicidad y concentrarnos en una acción absolutamente desinteresada. Y podíamos escoger ello justamente porque tenemos una voluntad libre y racional. Una acción tal basada en nuestra posibilidad de escoger libremente hacer lo correcto sin importar nuestras inclinaciones o de quién se trate (ya sea un completo desconocido o mi peor enemigo) era una idea pura del deber. Y ese deber, esa ley moral, tampoco debía hacer diferencias respecto de quién resulta afectado o beneficiado por nuestra acción, debía ser universal, es decir, válida para toda la humanidad cuyos miembros tenían igual valor moral. Kant sabía que colocaba una exigencia difícilmente alcanzable, pues el ser humano era un ser dividido entre su animalidad y su racionalidad. Sin embargo, descubría con su filosofía aquello que hacía del ser humano algo totalmente diferente del resto de los seres que pueblan la tierra, un valor infinito e inexpugnable, que se halla en igual medida en cada miembro de nuestra especie: la dignidad. Nadie puede ser utilizado sistemáticamente como un medio o una cosa al servicio de otra voluntad. Como nadie debiese vivir indignamente, tampoco deberíamos dejar que otro se haga cargo de nuestra vida y felicidad. En tanto seamos adultos, elegir y actuar es una cuestión de cada uno, que tiene como límite únicamente el respetar la libertad, dignidad y vida de cualquier otro ser humano.


3. La ética es social e histórica

Volvamos a la ética. Si captamos adonde apuntan los estoicos o Kant (más allá de que califiquemos sus éticas de heterónomas o autónomas) veremos que se trata de lograr una suerte de vida acorde a un determinado orden, ya sea natural o creado por el propio ser humano. En ambos casos se ve la ética como una cuestión personal que sólo secundariamente puede tener que ver con lo que le pase a los otros. Éste es justamente el énfasis de filósofos como Aristóteles, Hegel o la llamada corriente utilitarista. Efectivamente el ser humano es un ser intrínsecamente social, Aristóteles ya lo sabía. Llega a ser lo que es gracias a vivir con otros bajo instituciones, leyes y valores comunes, elegimos por lo tanto en un contexto. ¡No existen formulas abstractas! Protestaría Aristóteles contra Kant; en cada caso elegimos entre opciones que no están fijas de antemano, buscando un equilibrio entre los extremos (que nos llevan al vicio o a la represión), tratando mediante el hábito de hallar un punto intermedio que nos lleve a la mejor versión de nosotros mismos, o sea la virtud o excelencia. En lo moral, más que una certeza matemática o una orden racional, necesitamos de la moderación y la prudencia, afinando el ojo mediante la práctica.

Y los otros no sólo valen como telón de fondo, sino que con ellos compartimos y vivimos bajo ciertos valores morales, ya sea en familia, en una empresa o bajo el Estado. Podemos decir que una moral que no se comparta con otros libremente es como una religión impuesta, que no hace palpitar los corazones ni enorgullece la inteligencia. Esa ética social no nos puede ser indiferente porque nos transforma en un determinado tipo de persona, genera un determinado tipo de vínculo con los otros y crea un destino común entre los sujetos. Esta eticidad, como la llamaba Hegel, es histórica, vale decir, evoluciona y cambia a medida que nuestras maneras de pensar se van transformando.

Por su parte, los utilitaristas del siglo diecinueve enfatizaron que la ética no puede estar separada de las consecuencias de las acciones. No se puede desconocer la importancia de la cantidad y la calidad de placer o bienestar que se produce en mí y en los demás mediante las acciones que realizamos. La mayor y mejor felicidad para la mayor cantidad es el lema utilitarista. No sólo importa la justicia sino también el bienestar, los placeres, la felicidad. Como los antiguos epicúreos (misma época de los estoicos) ya habían dicho, no se trata de arrojarse a los goces sin control alguno, sino buscar una moderación que nos permita llevar una vida serena y sin grandes sobresaltos. A esto los utilitaristas añadirán que no se trata de ser un egoísta autosatisfecho sino que debemos buscar una moral que nos enaltezca como individuos y a la sociedad entera (mejor un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho).


4. La crisis filosófica de la modernidad: los maestros de la sospecha.

Si hacemos un recuento histórico, los más grandes nombres y corrientes de la filosofía nunca pusieron en cuestión que existía algo así como un bien en sí mismo, ni tampoco negaron la posibilidad de que determinásemos unos criterios morales firmes, ya sea recurriendo a ideas metafísicas (el cosmos o la naturaleza en el caso de los estoicos) o a criterios puramente racionales (Kant) o empíricos (utilitaristas).

Esta crisis sobrevendría con el avance de la modernidad, y con un puñado de filósofos que empezó a cuestionar severamente las ideas de la modernidad, desde Descartes en adelante. Estos Jinetes del Apocalipsis filosófico son Freud, Marx, Kierkegaard y Nietzsche. Cada uno es un padre a su manera, el mundo que vivimos hoy ha sido construido con sus hijos y sus nietos.

El primer jinete es Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y descubridor del inconsciente. Fue el primero que cuestionó aquello de que podemos conocer con claridad lo que pasa en nuestra vida psíquica y que dirigimos nuestras acciones con plena conciencia de lo que queremos. Sostuvo, en cambio, que nuestra mente está poblada de contenidos reprimidos, ansiedades infantiles y experiencias traumáticas que provienen de nuestro más remoto pasado y que afloran como incoherencias en la conducta, como obsesiones irracionales, fantasías desbordadas y sueños estrambóticos. La moral, por lo tanto, no puede ser fruto de una conciencia tan descontrolada sino que más bien es una imposición neurótica de la sociedad, que se instala dentro de nosotros, reprimiendo ese inconsciente peligroso y generando una personalidad normalizada, cortesía de los padres.

Allí donde Freud veía una represión internalizada, Marx, el profeta del comunismo y abuelo de la Teoría Crítica, veía en la moral los intereses y la ideología de una clase dominante que a fuerza de convencernos de nuestra propia inmoralidad, nos hacía identificarnos con sus valores e intereses y reproducir un sistema que es injusto socialmente. Kierkegaard, el padre del existencialismo, se revolcaba contra las imposiciones y grandes sistemas filosóficos señalando cada ética como un asunto existencial, intransferible y difícilmente comunicable. La vida como una opción sin valores o referentes absolutos, viviendo el vértigo de tener que elegir bajo nuestra propia responsabilidad y en el vacío (o la confianza absoluta) de que sólo tenemos de nuestro lado la fe en que hacemos lo correcto.

Nietzsche es caso aparte y merece detenimiento en tanto que él fue quien planteó de manera bastante radical las preguntas que enunciamos al principio. Nietzsche tuvo una vida malograda (murió soltero, solitario, y sumido en la locura por sífilis) pero su pensamiento fue sumamente explosivo, provocador, rebelde. Esas características lo pusieron muy de moda, claro que póstumamente como él había predicho. También su manera aforística y carismática de escribir hicieron pensar que él era el inspirador de la doctrina nacionalsocialista y del antisemitismo, cosa que sus mismos escritos desmienten. Si debemos colocar a Nietzsche en algún podio filosófico, éste es el del más grande antimetafísico, antiplatónico, el crítico más duro de la racionalidad moderna, el perro rabioso que olfateó tras la moral moderna las huellas del cristianismo y el platonismo, aquél loco que con su poderoso martillo echó abajo todos los ídolos y falsas utopías con que nos habíamos conformado, y nos invitó a vivir la vida bajo otro punto de vista.


5. Nietzsche, el filósofo dinamita.

Nietzsche es el inspirador de muchas de las llamadas filosofías posmodernas, básicamente porque sospecha del humanismo y el racionalismo moderno, esas ideas que de Descartes en adelante se instalaron en la cultura occidental. Según Nietzsche, el humanismo no llevó la secularización de la sociedad lo suficientemente lejos: mantuvo viejas creencias religiosas y metafísicas encubiertas bajo las ropas del racionalismo moderno. Lo que era antes para Platón, la diferencia entre el mundo de las ideas y el mundo de las apariencias, se afirmó en la modernidad como ideales y valores laicos situados por encima de la vida: el progreso, los derechos humanos, la ciencia, la democracia, el socialismo, la patria, la revolución, etc. Básicamente lo que la Ilustración había generado es una religión sin Dios. Esos ídolos vacíos son el blanco de sus martillazos filosóficos.

¿Y por qué hacer eso? Porque, nos advierte Nietzsche, estamos sumidos en el nihilismo (otra de sus geniales ideas filosóficas). Nihil significa nada, vacío pero también negación. Vacío de los ideales supuestamente elevados que siguen la ciencia, la política, la psicología, etc. Pero también negación y condena de la vida misma. ¿Por qué debemos vivir en pos de una ideología política, de una falsa solidaridad entre creyentes, o perseguir el amor romántico? Todos los ideales y utopías nos hacen negar los que somos y nos sitúan en un más allá. Pero, dice Nietzsche, ese “más allá” no existe; todo lo que existe es la vida misma.

Nietzsche ve en la vida humana drama pero también mucha alegría y juego. La vida es cambio, devenir, música y jugueteo. Es más parecida a un caos de sensaciones que un bello orden. Son fuerzas que nos llevan de allá para acá, intensidades, impulsos, deseos que brotan en el cuerpo, en las emociones, en el arte. Nietzsche aprendió de otro filósofo, Arthur Schopenhauer, que la vida no es racional sino que es una voluntad ciega de vivir que se manifiesta como infinitos deseos que nunca dejan de acosarnos. A la luz de eso, el yo o la razón son meras palabras y creencias, ficciones que hemos aceptado como realidades, suplantando la verdadera realidad. Sin embargo no hay razón para ser un pesimista como Schopenhauer (la realidad siempre va a frustrar nuestros deseos) sino que hay que afirmar alegremente el revoloteo de la vida.


6. De dionisiacos y apolíneos, y la trampa de la moral de los esclavos.

Ese aspecto de la vida ya estaba floridamente retratado en la cultura griega, en lo que Nietzsche denominó el principio dionisiaco de la vida, es decir la embriaguez, la pasión, el desenfreno, la locura que nos hacen sentir que estamos vivos. A ese principio se opuso otro: lo apolíneo, que representaba el bello orden, la armonía y la compostura de las pasiones. Esta fuerza se vuelve dominante gracias a Sócrates, señalando un camino de metafísica y religión que infectará toda la cultura. El platonismo – cristianismo es el sentido oculto de la historia moderna, pero que lleva en sí mismo el germen de su decadencia: los valores irán perdiendo fuerza, se irán agotando quedando como gestos e instituciones vacías. Finalmente declarará Nietzsche, “Dios ha muerto”. Los grandes ideales están marchitándose poco a poco. La solución no será volver a los viejos valores de la antigüedad o la modernidad. Nietzsche ensayará algo diferente.

Nietzsche se declara un genealogista. Rastrea orígenes y raíces a través del follaje ideológico hacia el tronco cultural. Rehaciendo la historia, denuncia el engaño. Para ver la historia hay que colocarse fuera de ella y contra ella. Eso significa afirmar que no existe ningún sentido trascendente, ningún bien o valor objetivo, ninguna verdad universal que descubrir. Todo es interpretación, interpretaciones que se colocan como verdades impersonales y eternas, estrategia que esconde el hecho de que no hay verdad o moral desinteresada. En la genealogía de la moral, Nietzsche desenmascara una trampa contenida en nuestra manera de entender la moral. La trampa tiene su origen en el resentimiento de los débiles que han dejado a los fuertes, a los arrogantes y los brillantes como los “malos de la película”. Los valores de los débiles, es decir, la humildad, el desinterés, la igualdad, el sacrificio, la renuncia, disminuyen las fuerzas de la vida. Consecuentemente se ha instalado el nihilismo. Todo altruismo es en el fondo un egoísmo y un interés oculto.

Nietzsche se vuelve anticristiano (habla de la “moral del rebaño” y la “moral de los esclavos”) quiere recuperar una noción aristocrática de lo superior, pasar de una moral del “debes” a una moral del “quiero”. Individuos que más allá de la manada, sepan vivir intensamente, con arrojo, con decisión, sin contemplaciones. Eso es lo que él denomina el “superhombre”, idea que según algunos inspiró al fascismo y nacionalsocialismo. Este superhombre pasa por tres etapas: el camello que en sus jorobas soporta la ley moral, el león que lucha contra dioses y valores en decadencia, y finalmente, el niño que ya no lucha, sino que crea y goza. Eso exige una inversión de todos los valores, es decir colocar lo superior en el lugar que le corresponde. Eso significa el despliegue de la voluntad de poder, otro concepto clave en la filosofía de Nietzsche.


7. Una nueva moral: desear el instante, el superhombre como un artista de sí mismo.

La voluntad de poder no significa el gusto del poder por el poder, sino decir que “sí” a las múltiples fuerzas y deseos que animan la vida. Es un deseo profundo de llevar una vida creativa, autónoma, libre, intensa y sin culpas. Nietzsche no va a proponer una moral, sino un “gran estilo” de la elegancia de vivir, lo opuesto de la mediocridad, vulgaridad y del conformismo del individuo de la masa. El superhombre comprende el eterno retorno: lo que vale la pena en la vida es aquello que desearíamos repetir eternamente, esos instantes gloriosos que elevan nuestro espíritu. Esta es la fórmula para liberarnos del pasado que nos encadena y de las promesas ilusorias del futuro, viviendo en un inocente devenir sin culpas.

Nietzsche merece ser escuchado porque diagnostica bien nuestra situación moral. Tras la muerte de Dios, el individuo se siente a la deriva experimentando cómo cada uno de los “ídolos” modernos pierde su valor y se convierten meramente en un poder de manipular la realidad, como en el caso de la ciencia, o un poder de manipular a las masas, la política o la psicología. Las filosofías posmodernas aprenderán de él que hay que desconfiar de los grandes relatos que le han dado el sentido a la historia occidental: el relato cristiano que dice que el mundo avanza hacia la venida del reino de Dios, el relato liberal que dice que el mundo avanza hacia una democracia más plena y libre, el relato revolucionario que dice que el mundo avanza hacia una sociedad sin clases, el relato científico que dice que vamos hacia un mundo más eficiente. Cada una de esas narraciones resultó ser desmentida, no sólo por la filosofía sino por los resultados de la misma historia del siglo XX: guerras mundiales, matanzas, hambruna, dictaduras de izquierdas y derechas, crisis medioambiental, individualismo, adicciones, etc.

La vida pierde su sentido, se llena de decadencia y aburrimiento, de consumo supuestamente individualizado pero que uniforma al fin y al cabo. Hoy vivimos una sociedad plural en cuanto a los valores pero aún extrañamos un suelo firme, certidumbres y referentes claros para no sentirnos tan solos, con tanta desorientación. Nietzsche nos propone volvernos artistas de nuestra propia vida, amar lo que somos con la determinación de quién sabe que no se reduce a ser pura masa social.


AÑADIMOS 1) PRESENTACIÓN SOBRE ÉTICA ANTIGUA: ARISTÓTELES, CINICOS, EPICUREOS 2) PRESENTACIÓN SOBRE ETICA ESTOICA Y CRISTIANA 3) MATERIAL AUDIOVISUAL SOBRE KANT 4) PRESENTACIÓN SOBRE EL UTILITARISMO Y NIETZSCHE. 






martes, 13 de septiembre de 2011

ANTROPOLOGIA - CUARTOS MEDIOS CSV 2011- PROYECTO DE INVESTIGACIÓN E INTERVENCIÓN SOCIAL

Pauta de Trabajo Para Proyectos Sociales 2011