viernes, 29 de julio de 2011

TERCERO MEDIO CSV - PRIMERA PRUEBA DE CONTENIDOS - RECURSOS: TEXTOS Y PRESENTACIONES DE POWERPOINT

TEXTO 1: LAS EMOCIONES QUE NOS MUEVEN AUTOR: LAURA ESQUIVEL. Escritora mexicana nacida en 1950. Escribió la novela “Cómo agua para chocolate” que fue llevada al cine.
LIBRO: EL LIBRO DE LAS EMOCIONES.
AÑO: 2000


“¿Qué es una emoción? El diccionario nos dice que la raíz latina de la palabra emoción es emovere, formada por el verbo «motere» que significa mover y el prefijo «e» que implica alejarse, por lo tanto la etimología sugiere que una emoción es un impulso que nos invita a actuar.
A actuar ¿cómo y cuándo? Eso lo determina el tipo de emoción. Con los nuevos métodos para explorar el funcionamiento del cuerpo y del cerebro, los investigadores descubren cada día más detalles bioquímicos y fisiológicos, para explicar cómo es que una emoción prepara al organismo para una clase distinta de respuesta.
Desde que el hombre apareció en la superficie de la tierra, contó con dos sistemas que lo ayudaron en su labor de supervivencia: el Simpático y el Parasimpático. Se trata de dos sistemas primitivos, pero que hasta el presente nos acompañan y entran en acción no sólo en momentos de peligro, sino que desempeñan un papel importante en cada aspecto de nuestra vida diaria, minuto a minuto. Sin ellos no podríamos subsistir pues sucumbiríamos ante los retos externos e internos a los que nos vemos expuestos.
Ocurre, como regla general, que mientras más primitivo es un componente del Sistema Nervioso Central, menos dependiente es de las funciones cerebrales más sutiles y desarrolladas de la corteza. Tal vez ahí que el nombre correcto para llamar a este sistema primitivo sea el de Sistema Nervioso Autónomo. Aunque el Sistema Nervioso Central tiene cierto grado de influencia sobre la expresión del Autónomo, la mayor parte de sus reacciones son totalmente autónomas y es por esto que los seres humanos pasamos trabajos para controlar la manifestación espontánea de nuestras emociones.
La zona más primitiva del cerebro es el tronco cerebral que rodea la parte superior de la médula espinal y que regula las funciones vitales básicas del ser humano, como son la respiración y el metabolismo. A partir de esta raíz cerebral surgieron los centros emocionales y millones de años más tarde, a partir de esas áreas emocionales, evolucionó el cerebro pensante o «neocorteza».
Es importante reflexionar en torno al hecho de que el cerebro «pensante» surgió del «emocional», pues nos revela que el cerebro emocional existió mucho tiempo antes que el racional. Sin embargo, ¿qué fue primero, la gallina o el huevo?, ¿el pensamiento o la emoción? Por ejemplo, cuando nos vemos expuestos a una situación de peligro donde está en juego nuestra vida, no nos detenemos a pensar «necesito producir adrenalina para salir de ésta», el sistema nervioso actúa por nosotros poniendo a funcionar de forma automática ya sea el sistema Simpático o el Parasimpático, dependiendo de la forma en que queramos encarar la situación: enfrentándola o huyendo. Cuando el terror es muy grande, nos paraliza por completo y nos deja incapacitados para luchar. En ese caso, lo más probable es que perdamos el control de nuestros esfínteres, pues nuestro estado psicológico pone a funcionar el sistema Parasimpático. Una vez que hemos, orinado o evacuado, tal vez lo que provoquemos en nuestro enemigo sea lástima y puede que nos deje en paz, y si no, nuestra relajación muscular al menos reducirá el dolor que nos pueda provocar el ataque.
Ahora bien, si ante el mismo estímulo, una persona en lugar de huir decide enfrentar el problema y atacar, ocasionará que el sistema Simpático entre en acción. Aparentemente sólo tenemos dos opciones: atacar o huir.
Dependiendo de la reacción que elijamos, vamos a terminar con la boca seca o con los pantalones mojados. Bueno, nunca es así de simple, pero este ejemplo nos servirá para mostrar las diferencias entre un sistema y otro.
Cuando una persona se decide a atacar generalmente lo que el sistema Simpático provoca es lo siguiente:

1) Como el cerebro necesita pensar de una manera más clara y rápida que en circunstancias normales, las arterias que llevan sangre al cerebro se dilatan al máximo para permitir que la irrigación sanguínea se incremente de manera sustancial.
2) El ritmo cardíaco se incrementa para poder responder a la demanda metabólica del cuerpo. No sólo tiene que enviar sangre al cerebro sino a los músculos de todo el organismo, para que estén en condiciones óptimas de correr o de golpear al enemigo. La sangre que cotidianamente circula por las venas no es suficiente en estos casos, se necesita un tipo de torrente sanguíneo mejor oxigenado y que contenga una cantidad extra de los nutrientes necesarios para mantener una respuesta metabólica adecuada. El más importante de estos nutrientes es el azúcar. Con más oxígeno y más azúcar en la sangre, el cerebro y los músculos pueden hacer maravillas.
3) A fin de tener más oxihemoglobina, las vías respiratorias se dilatan al máximo permitiendo que la capacidad vital —la cantidad de aire que entra y sale de los pulmones cada minuto— crezca todo lo que sea necesario para que un individuo pueda con el reto que tiene que enfrentar. La respiración, pues, se hace más profunda y rápida durante una descarga simpática, dando como resultado una respiración agitada por nariz y boca.
4) Con el objetivo de poder ampliar el campo visual, la pupila se dilata, permitiendo al individuo ver con más claridad todo lo que le rodea, ya que en una situación de peligro es importante ver mejor, pensar más rápido y estar capacitado para desplazar el cuerpo de forma veloz.
5) El hígado, por su parte, también desempeña un papel fundamental, pues es el encargado de convertir rápidamente carbohidratos complejos y grasas en glucosa, para lo cual recibe una dotación extra de sangre. A esto se debe que algunos individuos bajo una situación de estrés crónico sean más susceptibles que otros a desarrollar la diabetes.

Todas estas reacciones en cadena se suceden sin que podamos impedirlo y muchas veces ni siquiera tenemos conciencia de lo que pasó dentro de nuestro cuerpo. Si alguien nos pregunta, horas más tarde del incidente, oye, ¿qué te pasó?, a lo más que llegaremos es a expresar «pasé por un gran susto», pero nunca diremos «fíjate que, como me asusté, envié sangre a mis músculos para poder correr y mi hígado convirtió carbohidratos complejos en glucosa», y mucho menos a la conclusión de que un pensamiento y una emoción crearon química dentro de nuestro organismo sin que lo pudiéramos controlar.
¿Qué es lo que determina que una persona tenga control sobre su sistema nervioso autónomo y otra no? ¿El nivel socioeconómico? Lo dudo. ¿El grado de estudios? Puede ser. ¿El desarrollo espiritual? ¡Ojalá! ¿O una combinación de los tres? No lo sé. Pero conozco personas que pueden controlar sus emociones de una forma sorprendente, aunque desafortunadamente son las menos, y salvo que se trate de un individuo con un alto grado de desarrollo espiritual, en la mayor parte de los casos el control resulta ser una forma patológica de reprimir la libre expresión de nuestra condición humana, que provoca graves trastornos y deterioros físicos y psicológicos.
Si bien es cierto que la emoción es una energía que nos impulsa a actuar, en algunos casos esa «acción» implica contradictoriamente una parálisis. Por ejemplo, una persona deprimida puede convertir el impulso de sus emociones en formas dramáticas de inmovilidad. Sin embargo, es innegable que la depresión es el resultado de un proceso emocional que tiene un impulso activo auténtico. Se puede decir que la depresión es una concentración de impulsos de acción aplicada en sentido inverso. Dicho de otro modo, se necesita de un fuerte impulso emocional para poder mantener el nivel de inmovilidad que una depresión severa produce.
Como vemos, una emoción puede tener el poder destructor del rayo o puede ser el suspiro más tranquilo y vivificador que un ser humano pueda experimentar.
Nuestro cuerpo está acondicionado para sentir los dos tipos de reacciones y eso depende de cada individuo: una emoción puede ser experimentada por uno como un rayo y por otro como un suspiro. Uno como un estímulo que mata, que daña, que provoca que el hígado funcione mal, que afecta a la vesícula, que hace que la persona se ponga nerviosa y no pueda expresarse claramente, y otro, como un río que refresca, que anima, que provoca una sonrisa en cada uno de los órganos del organismo con los que hace contacto.
Aparentemente existe una «filosofía» emotiva que influye en el estado corporal. Todo depende de lo que uno pensó en el momento de recibir un estímulo para que el resultado emotivo sea distinto. Por ejemplo: dos personas se enteran de la muerte repentina de alguien. Una de ellas era su hermana y la otra sólo la conocía superficialmente. La hermana piensa que es una desgracia que el hermano se haya muerto en estas condiciones y la otra persona piensa que está bien que haya descansado. La primera tendrá dificultades para aceptar el fallecimiento y el cuerpo reaccionará en consecuencia. La segunda aceptará el hecho y no sufrirá ninguna consecuencia. Cada vez que un ser humano se niega a aceptar una emoción que ya nació, que surgió como reacción natural y no elegida, que brotó porque no hay tiempo ni forma de andar escondiendo emociones, ya que forman parte del «contratiempo» de andar escuchando, mirando y tocando, se altera todo el funcionamiento de su cuerpo. Todo consiste en lo que opine, así de simple y así de complicado. Si una persona opina que la flor que le acaban de regalar es desagradable y se molesta, modifica un poco el funcionamiento de su hígado y otro poco el ritmo de su corazón. Si el pensamiento persiste, la incomodidad aumentará hasta enfermarlo. En cambio, si a pesar de que nos desagrada la persona que nos regala una flor, aceptamos la flor sin discutir, convertimos la flor en flor interior.
Si uno tuviera la paciencia de no discutir con uno mismo la emoción que está sintiendo ni de clasificarla en buena o mala, la emoción produciría sin reservas la reacción adecuada. El golpe, en el caso de la ira, el llanto en el caso de la tristeza, o la risa en la alegría. Sin embargo, lo que la persona acepta y reconoce como emoción y le hace decir estoy triste o estoy enojado, no es más que el resultado de una cadena de reacciones, que a su vez generan otra cadena de reacciones. Dicho en otras palabras, lo que hago me produce una emoción determinada y esa emoción, me provoca una acción.
A mi ver, si las emociones tuvieran cuerpo y las pudiéramos cortar con la ayuda de un bisturí, descubriríamos que debajo de ellas hay tres capas perfectamente definidas:
A) Es la base y está formada por la esperanza que todos los seres humanos tenemos de sentirnos mejor, por la búsqueda del bienestar.
B) Encima de la esperanza está todo lo que el ser humano quiere. Estos «quieros» no son otra cosa que sus deseos, sus necesidades, sus metas en la vida.
C) Por último se encuentran las capacidades y las habilidades que el hombre tiene para lograr lo que quiere. Todo aquello que «sabe» a nivel consciente que puede realizar. Puede ser el caso que él quiera ser bailarín, pero «sabe» que no tiene ritmo.

Por ejemplo, yo quiero sentirme mejor y decido ir a comer a casa de mi madre pues ella prepara un puchero como nadie. Yo quiero comer ese puchero, aunque estoy consciente de que sólo puedo comer un plato pues por las noches se me dificulta la digestión. Cuando llego a su casa y como el plato de puchero experimento mucha felicidad. Si analizamos esa alegría nos vamos a encontrar los elementos A, B y C amalgamados en una sola unidad. Los tres forman un conjunto de realidades que laten al mismo ritmo: el «deseo sentirme mejor», el «quiero» y el «puedo» dan como resultado una emoción, en este caso placentera.
Pero ahora voy a dar un ejemplo contrario: Un hombre va caminando por la calle. Tiene el mismo deseo de ir a comer a la casa de su madre. De pronto lo sorprende un perro rabioso y lo muerde. El hombre grita desesperado. Acuden en su ayuda algunas personas y le quitan el perro de encima.
El hombre experimenta simultáneamente susto y dolor y los clasifica como cosas desagradables. Ahí, tirado en el piso, se siente como un pájaro sin alas, sin fuerza y sin saber cómo combatir. No sabe que desde que el perro apareció y lo mordió la base A se empezó a transformar y en lugar de repetir «tengo la esperanza de sentirme mejor» comenzó a decir «me siento mal». ¿Qué pasa en la fase B? ¿En el «yo quiero»? Pues que el individuo se empieza a lamentar de todo aquello que ya no puede hacer: ya no va a comer en casa de su madre, tal vez tenga que ir al hospital, ya no podrá regresar al trabajo, o asistir a un baile o a lo que sea. Por último, en la fase C la persona llegará a la conclusión de que no pudo reaccionar correctamente. Se culpará por haber elegido precisamente esa calle para transitar, el no haber dado una patada en el hocico al perro, el no haberlo visto a tiempo y todo esto se va a convertir en el «no supe» o «no sé».
La negación de la habilidad en la C, la negación de obtener lo que se quiere en la B y la negación de la posibilidad de sentirse mejor en la A van a dar como resultado una emoción ya sea de desesperación, de ira o de violencia. Si, por el contrario, el hombre hubiera dicho —acepto el dolor, acepto la sangre y no me opongo a lo que está pasando— y se hubiera mantenido en esa actitud de aceptación, se hubiera creado una emoción totalmente diferente, pues el pensamiento, como ya lo hemos dicho, crea química dentro del cuerpo humano. Al aceptar la experiencia hubiera encontrado paz y hasta hubiera terminado comprendiendo al perro. Se hubiera ubicado muy por encima del concepto de si el perro era bueno o malo, si estaba enfermo o no y al pasar el tiempo recordaría ésa como una buena experiencia, pues todo aquello de lo que se puede hablar sin que cause un efecto desagradable se convierte en positivo.
Es muy interesante analizar las emociones desde esta óptica, pues al analizar los componentes A, B y C de cada emoción podremos descubrir cuáles son las esperanzas, los sueños, los «quieros» y los «puedos» de las personas que nos rodean, ampliando con esto nuestra capacidad de comprensión y de aceptación de los demás.
Sabremos, también, la razón por la que el vecino quiere comprar tal automóvil o por la cual nuestra amiga se hizo una liposucción, o el motivo por el que nuestro sobrino le teme a las arañas, o por el cual les molesta a los críticos el éxito de la literatura escrita por mujeres.
El análisis de las emociones es vital para un mejor conocimiento del ser humano. Si llegamos a comprenderlas y aceptarlas adecuadamente tal vez lleguemos a la misma conclusión que muchos sabios antes de nosotros.
Ya los antiguos griegos construyeron un gran altar a los pies de la Acrópolis de Atenas dedicado a las Erinas, las llamadas Furias vengadoras de la sangre. Al hacerlo, convirtieron a esas diosas terribles en las Euménides, las bienhechoras. Lo hicieron una vez que aceptaron el valor del pasado, el origen primitivo de las emociones y supieron darles un lugar dentro de su mundo civilizado y racional. El templo de las Euménides es tan grande e importante como el de la Sabiduría: el Partenón de Atenea. Dándole a cada uno su lugar, los griegos expresaron su profunda percepción de la realidad humana y con ello cumplieron la máxima délfica que invitaba al verdadero crecimiento: «Conócete a ti mismo»


TEXTO 2: UNA APROXIMACIÓN BIOLÓGICA A LA EMOCIÓN.

AUTORES: Jane Crossley y Fernando Morgado
LIBRO: “DE FANTASMAS Y DEMONIOS. El papel de la emoción y en la generación y recuperación de las enfermedades”


En las emociones se distinguen tres componentes involucrados: a) los cambios fisiológicos (frecuencia cardiaca, temperatura corporal); b) los estados cognitivos subjetivos (la experiencia personal a la que llamamos usualmente emoción); y los comportamientos (signos externos de estas reacciones internas).
Las emociones provocan cambios en nuestro interior y exterior. Somos las marionetas de sus hilos. De ellos depende la postura que adoptemos, porque cada emoción ostenta una posición que le es propia. Expresarás la pena, por ejemplo, con los hombros caídos, la cabeza gacha y la comisura de los labios hacia abajo. Podemos reconocer la presencia de emociones en los otros y comunicar nuestros propios sentimientos por medio de claves no verbales, es decir, por medio de signos externos de estados emocionales internos, que se reflejan en la expresión facial, movimientos, posturas y tacto.
Las emociones no tienen juicio valórico. Lo que hacemos con las emociones, cómo las vivimos, las acciones que tomamos o sus consecuencias son lo que puede ser juzgado. Si en un estado de rabia golpeo y rompo una puerta, indudablemente es una acción censurable; pero no así la rabia que la sostiene. Censurarla equivaldría a pensar que oír o ver es malo porque permite mirar pornografía o escuchar obscenidades. Ocurre lo mismo con las emociones, no son buenas o malas en sí mismas; solamente son. Pese a ello nuestra cultura valida las nociones de buenas y malas emociones. Nadie duda en catalogar la rabia como negativa y el amor como positivo. Sin embargo, la historia registra innumerables atrocidades efectuadas en nombre del amor, mientras que la rabia es reprimida desde la infancia. Se nos olvida que muchos de los grandes cambios de la humanidad y de nuestras propias vidas han sido consecuencia de una rabia visceral.
Un análisis del centro de los sentimientos, nos permite comprobar que hay dos emociones primarias, de las cuales se desprenden las otras: el placer y el displacer. La forma en que se siente el displacer y el nombre con el cual se designa, depende de cuando ocurre: el displacer en el presente se vive como dolor, el displacer en el futuro se percibe como angustia. El displacer en el pasado es recordado como rabia. La rabia no expresada, dirigida con una energía interna contra sí mismo, se llama culpa. La ausencia de dicha energía se manifiesta como depresión.
Robert Plutchick señala que las emociones básicas se caracterizan por ser opuestas y porque su intensidad  expresa estados ligeramente distintos. Por ejemplo, en orden creciente la ansiedad puede transformarse en miedo y este en terror; la melancolía en tristeza para terminar en duelo.  Hay además combinaciones entre emociones que producen estados emocionales más complejos: la pasión y la admiración producen el amor, la rabia y el interés produce agresividad, la pasión y el interés el optimismo, el terror y la admiración producen sumisión.
                Hipócrates, 460 años antes de Cristo, reflexionó por primera vez sobre la emoción humana y estableció que el cerebro era el responsable de la vida consciente, incluidas las emociones. Los mamíferos inferiores desarrollaron el comportamiento emocional asegurando su supervivencia por medio de las capacidades de detectar el placer y el displacer, y por medio de la capacidad de reaccionar a las contingencias ambientales por medio de una porción cerebral denominada sistema límbico.
En el siglo II, cuando el médico griego Galeno realizó sus estudios de anatomía, describió que en el medio del cerebro existe una estructura redondeada a la que llamó Tálamo. Toda la información sensorial de nuestro cuerpo  - lo que escuchamos, vemos, palpamos, degustamos y olemos – llega finalmente en forma de impulsos nerviosos al tálamo.  Las ondas acústicas y visuales que recibe el tálamo generan dos impulsos eléctricos adicionales uno al sistema límbico, el otro a la neocorteza cerebral.
La información contenida en el tálamo tiene que viajar hasta la amígdala (una pequeña parte del cerebro que se ha designado como la responsable de las respuestas emocionales), quien además requiere de otros socios: el hipotálamo, el sistema nervioso autónomo (SNA), el sistema endocrino y el sistema inmune. El hipotálamo está diseñado para coordinar toda la información que se genera al interior del cuerpo, desempeñándose como una gran central telefónica que recibe impulsos, los analiza y los reenvía a quien corresponda , con el único propósito de mantener la estabilidad de un organismo, tanto en sus funciones biológicas, psicológicas y sociales. El Sistema nervioso autónomo corresponde al sistema que conecta directamente el cerebro con todos los órganos del cuerpo, mediante fibras que se han designado simpáticas y parasimpáticos, que viajan al interior de los nervios que reciben igual denominación. El sistema endocrino corresponde a un conjunto de glándulas – tiroides, paratiroides, glándulas suprarrenales, ovarios, testículos, páncreas – que secretan sus productos designados hormonas directamente a la sangre para actuar a distancia sobre los órganos del cuerpo. Todas las hormonas están directa o indirectamente bajo el control de la glándula hipófisis, ubicada en la base y centro del sistema cerebral, la que a su vez produce sus propias hormonas. El sistema inmune esta formado por células que se alojan en el bazo y los ganglios linfáticos, que circulan en nuestro cuerpo activándose cada vez que reconocen una substancia extraña. Así nos protegen de virus, parásitos, hongos, bacterias, y eliminan a las células que se transforman en cancerosas. En síntesis, utilizando estos tres sistemas integradores y reguladores del cuerpo – el SNA, el endocrino, y el inmune – la amígdala puede cambiar lo que desee de nuestra biología.
Hay dos vías que sigue la información recibida en el tálamo, y que procesada, alcance a la amígdala e inicie la cadena de eventos que conducen a la expresión de una emoción. La primera de esas vías la denominaremos vía larga, lleva el estímulo desde el tálamo a la corteza cerebral y luego a la amígdala; la segunda, que designaremos vía corta, lo traslada desde el tálamo directamente a la amígdala. El destino final de cualquiera de estas vías es la estimulación del hipotálamo con el fin de crear a través del SNA o de la hipófisis y el sistema endocrino, las condiciones fisiológicas para que la emoción sea expresada. 
 La respuesta emocional de la amígdala por la vía corta corresponderá a la que un mamífero inferior desarrolla y que sólo tiene presente su seguridad amenazada, y la sensación de placer o displacer asociada a una situación. La respuesta emocional dada por la vía larga, la que incluye la neocorteza, será la de un hombre capaz de interpretar los datos aportados por su tálamo. Esta interpretación implica que el ser humano puede asignar a estos datos un valor, puede jerarquizarlos y analizarlos para generar la emoción adecuada según lo que dicha situación le aconseje.
En términos generales, la vía larga aquí descrita es la utilizada en la mayoría de la situaciones que vivimos. Sin embargo, no podemos desconocer que, en ocasiones, manifestamos nuestro comportamiento emocional primitivo, el cual ha sido generado mediante la vía corta, estos es, por el hipotálamo regido por la sensación cruda de los datos del exterior. La existencia de la vía larga, para ser consecuentes con la evolución, impone un gran desafío de especie: considerar que al poseer una neocorteza cerebral, la emoción generada es íntegramente de nuestra propia escenografía. Ya no tenemos excusas para nuestro comportamiento, puesto que, al dejar de ser instintivo como el de los reptiles o basado solamente en el sistema líbico como el de los mamíferos, debemos aceptarnos como responsables de las emociones que producimos.  


Presentación emociones 2011
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GUIA DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL.

jueves, 28 de julio de 2011

CSV - CUARTOS MEDIOS - FILOSOFÍA - MATERIALES PARA SEGUNDA PRUEBA DE CONTENIDOS ESPECÍFICOS

1. “Cuando yo era moderno”…
En esta oportunidad me corresponde introducirlos al pensamiento filosófico de la modernidad. Y para empezar una paradoja: sucede que hoy por hoy el pensamiento moderno se considera viejo. Tanto es así, que hoy se habla de una etapa posmoderna de la filosofía. Pero los filósofos suelen decretar la muerte de ciertas ideas o de etapas que muchas veces gozan de estupenda salud. Si hiciéramos un breve recuento, muchas de las nociones que hoy utilizamos en la ciencia o en la política son hijas de la modernidad, ellas han contribuido a configurar todo un mundo. Desde luego, el mundo no se detiene y muchas de esas ideas se han puesto en actualmente en cuestión.
Los historiadores se han quebrado la cabeza tratando de situar una fecha de inicio de la Modernidad. Lo cierto es que de las cenizas de la sociedad medieval aparecerán los primeros indicios de la modernidad. Se sucederán una serie de cambios que sería latoso enumerar: la peste, la aparición de las ciudades, la masificación del salario y el dinero, el renacimiento, el surgimiento de bancos, el humanismo, la reforma protestante, la invención de la imprenta, el descubrimiento de América, el estado absolutista, la revolución inglesa, la revolución científica, la revolución industrial, la revolución francesa, etc.
De esa vorágine de cambios surgirá una sociedad que se ve a sí misma y el mundo de manera totalmente distinta a la época de los griegos o a la sociedad medieval. El mundo antiguo miraba el mundo como un cosmos, como un todo vivo, integrado, armonioso y fundamentalmente justo. El ser humano, por lo tanto, tenía una actitud confiada, pues sabía que había un lugar para cada acción y cosa. Al desmoronarse esa imagen, los individuos entran en crisis, una similar a la que vive un joven en el comienzo de su adolescencia. Al no poder recurrir a los Dioses, a la naturaleza, o al Dios monoteísta, se comienza a dudar de todo, el pasado se vuelve extraño y pierde su peso, la autoridad es mirada con sospecha, se cuestiona y critica todo conocimiento.
En gran parte, la Revolución Científica es responsable de eso. Copérnico, Galileo, Bacon, Descartes, y Newton desmontaron la visión antigua del “cosmos”, para proponernos un “universo” puramente material, mecánico, infinito, y sin sentido en sí mismo. Una realidad compuesta de partículas y fuerzas sin espíritu, dirigidas por unas cuantas leyes universales que la ciencia se encarga de describir.
En este universo, los hombres ya no habitarán en el centro, flotarán a la deriva y sin patria, preguntándose ¿dónde está ahora Dios? La solución que encontrará la filosofía moderna a ese orden perdido será que el hombre mismo, mediante su inteligencia o razón, ordene esa realidad que en sí misma no muestra sino incertidumbres. Por eso que al leer al padre de la modernidad filosófica, el filósofo Renato Descartes, se encuentra uno primero con puras dudas y desconfianzas. Él es simplemente un hijo de su época, pero además el constructor de una nueva era.
2. Pienso luego existo…
La época moderna fue una época de grandes guerras de religión. El cisma de la Iglesia Católica producto de la Reforma protestante condujo a una batalla entre verdades religiosas, que fomentó entre los filósofos la sensación de incertidumbre y crisis. Descartes vivió esa época, pero en vez de pensar que las religiones solucionarían algo, soñó un lenguaje ideal, similar a la matemática, que no permitiera errores o prejuicios producto de las creencias equivocadas de los hombres. Así comenzó la búsqueda de un método y un ideal de verdad donde uno no pudiese dudar ni equivocarse. De esa manera, si hallásemos un fundamento evidentemente verdadero, podríamos a partir de él hallar otras verdades, tal como en la matemática donde un axioma correcto nos lleva a teoremas correctos. El nuevo ideal de Descartes es la certeza racional: una creencia de la que no quepa sospechar porque su verdad se halla completamente demostrada y liberada del error. Para este filósofo, nada, (por muy viejo, respetable, venerable, o habitual que sea) merece ser considerado verdad sin examinarlo filosóficamente. Descartes inaugura el pensamiento crítico que cuestiona la autoridad tradicional.
Su problema es cómo alcanzar ese tipo de verdad, qué camino seguir. Ya sabemos que su meta es hallar ideas “claras y distintas” es decir, un pensamiento que no dé lugar a la confusión. Para hallar esa idea se le ocurrió dudar de todo: de lo aprendido en sus años de estudio, de la información que nos entregan los sentidos, de nuestra capacidad de distinguir el sueño de la realidad, de la evidencia de nuestro yo y de nuestro cuerpo, etc. Dudó hasta de los pensamientos más lógicos imaginándose un Genio maligno que lo engañara en todo, constantemente.
Descartes partió actuando como un escéptico, aunque sólo fuera para obtener una nueva verdad más segura. Cuento corto: luego de mucho dudar, se dio cuenta que si uno duda de todo no se puede dudar de que se esta dudando. Y dudar es, desde luego, pensar, y para pensar tengo que ser algo, tengo que existir. ¡Pum! Cayó la teja… pienso, luego existo (cogito ergo sum)
Aquí hay algo profundo: si la nueva verdad es que existimos ya que evidentemente tenemos actividades mentales (dudar, vacilar, imaginar, tener certezas, sentir, etc.) entonces las verdades ya no reposan en la realidad exterior, en la Naturaleza, en Dios u en otra cosa. El criterio de lo que es verdad y lo que no, reside ahora en nosotros, los humanos, ya que la certeza es algo que se da en nuestra actividad mental. La conciencia, con todo lo que ocurre en ella, siempre está presente para que demos cuenta de sus actividades, las que podemos reconocer y reflexionar. Será entonces la conciencia de los seres humanos, la parte racional de su mente, el nuevo punto de partida para reconstruir el orden perdido. A este nuevo fundamento moderno se le llama: sujeto.
Descartes ya había dado un primer paso, pero aún no tenía el camino para seguir hallando más verdades del tipo “cogito ergo sum”. Ese camino consistirá en el método de apegarse a cuatro reglas sencillas. La primera de ellas consiste en guiarnos por el criterio de la certeza, vale decir, no aceptar aquello que se muestre dudoso o confuso, tratando siempre de proceder cautelosamente, sin precipitarse o dejarse llevar por el prejuicio. La segunda consiste en agarrar el problema y dividirlo en partes, hasta llegar a las más simples. Esta es la parte del análisis. A ella le sigue la tercera regla que nos pide organizar todo nuevamente de manera ordenada; haciendo una síntesis que vaya de lo simple a lo complejo. La cuarta regla es la revisión general y continua de todo, para no olvidar nada. Cuatro pasos, he ahí el método de Descartes para hallar verdades indudables.
Pero Descartes había dudado también de la realidad exterior, del mundo y sus cosas que estaban “allá afuera”. Con su nueva filosofía, Renato desconfía de los olores, colores, sabores del mundo y deja sólo lo que la mente no puede negar: que las cosas están en un espacio, que tienen una extensión, que sus movimientos ocurren en un tiempo, y que todo eso puede ser medido matemática y geométricamente. Todo lo demás quedará fuera de la ciencia, y serán datos “subjetivos”. El mundo así visto es un mecanismo cuantificable. El cuerpo, parte del mundo, es considerado una máquina que esta separada de la mente. Los animales también son máquinas y no poseen alma. Nace el dualismo, que plantea que somos una res cogitans, una cosa pensante, frente a un cuerpo y a un mundo extenso, es decir, materiales. Todo lo material se rige por las leyes de la física, donde cada efecto esta determinado por una causa que lo provoca. Ante eso, el sujeto se descubre como una conciencia con voluntad, y libre.
En su examen de la mente humana Descartes halló tres tipos de ideas: las adventicias; que son adquiridas por los sentidos y la enseñanza, las ficticias; que son creadas por la imaginación, y las innatas; que son aquellas que poseemos en nuestro espíritu desde el nacimiento. Dentro de esas ideas innatas están las ideas de número, de causa, de perfección, y la idea de Dios. En última instancia, será Dios (al que no podemos negar pues tenemos en nosotros una idea de perfección absoluta) el encargado de garantizar que nuestras ideas se correspondan con el mundo exterior, y que por lo tanto sea imposible estar engañados o equivocados todo el tiempo.
Descartes es el padre de la filosofía moderna al inventar un nuevo criterio de verdad, y es, además, padre del racionalismo, al afirmar el poder y la independencia de la razón humana frente al mundo.
3. Habían dos mellizos llamados racionalismo y empirismo…
Descartes abre una disputa entre quienes, a la hora de hablar de conocimiento, le dan primacía al entendimiento o la razón, los llamados racionalistas, y aquellos que señalan la experiencia como fuente de todo conocimiento, los empiristas. Se puede sostener que aunque fueran dos corrientes que se presentaban como opuestas tenían algo de fondo en común. El filósofo que superaría esta división sería Emmanuel Kant, del que ya hablaremos.
Partamos por los empiristas. El abuelo de ellos se llamó Francis Bacon, un filósofo – político inglés obsesionado por destronar a Aristóteles del terreno de la ciencia. Afirmo que el conocimiento avanzaba mejor experimentando y acumulando evidencia en un procedimiento que se llama inducción. Con este método podríamos “torturar” a la naturaleza (¡él utiliza esa expresión!) hasta que nos revelase sus secretos. Con ello podríamos dominar la naturaleza para favorecer la sociedad. Saber es, pues, poder.
Dejando atrás a este abuelo terrible, el empirista más famoso fue John Locke. Él escribió en el siglo XVII, y su pensamiento político (del que no haremos mención ahora) influyó en las revoluciones americanas y francesa. En el terreno epistemológico se propuso investigar cómo conocemos, qué validez tiene lo que conocemos y si ese conocimiento tiene límites. Se opuso a la idea cartesiana de que tenemos ideas innatas, y dijo que nuestra mente viene al mundo como una pizarra en blanco (tabula rasa), que comienza a ser llenada con los datos aportados por los sentidos. Todo conocimiento se origina, por lo tanto, en los sentidos, y por lo tanto, en la experiencia. Sin embargo, le da la razón a Descartes al admitir que las características medibles o cuantificables son certezas más fiables que las que varían de sujeto en sujeto. A esas características básicas, como el que las cosas tienen una forma y un tamaño, las llamo “cualidades primarias”. Las “cualidades secundarias” en cambio, surgen de la combinación de las primarias, y dependen sobre todo de la relación entre la mente del sujeto y los objetos que conoce. No podemos pensar un objeto sin forma, tamaño o extensión, pero los olores, sabores, texturas, temperaturas dependen notoriamente de quien lo está sintiendo.
A partir de las cualidades primarias “objetivas” (solidez, extensión, figura, movimiento, etc.) y de las cualidades secundarias “subjetivas” (olores, colores, sabores, etc.) se forman las ideas simples en la mente. Estas ideas son nuestro límite: no sabemos cómo son las cosas fuera de nuestra mente. Sólo tenemos conciencia de la huella que dejan los objetos en nuestra mente, las percepciones. El entendimiento puede operar sobre esas ideas simples, las puede asociar, combinar, separar, formando ideas complejas. Pero jamás el entendimiento tendrá el poder para crear las ideas simples.
Básicamente la verdad consistirá en representarse ideas acordes o adecuadas a los datos más evidentes que nos proporcionen los objetos a través de la experiencia. El empirismo aboga entonces por cotejar nuestras ideas con lo que la experiencia muestra. Pero, ¿cómo saber si nuestra experiencia es la misma? No tenemos cómo comparar si nuestras representaciones son adecuadas al objeto. Incluso si llamásemos a otra persona para corroborarlo, esta persona estaría viendo su propia representación solamente. Ningún observador podría conocer el objeto como tal, pues sólo tiene acceso a lo que hay en su mente. Fue por esa misma razón que Descartes tuvo que apoyarse en Dios como el garante de que las ideas se correspondieran realmente con la realidad. Las conclusiones que obtuvo Locke con sus investigaciones filosóficas, le persuadieron de considerar que nuestra capacidad de conocer, la razón, tiene límites que coinciden con la experiencia: no se puede conocer aquello que no hemos experimentado.
Los racionalistas sabían que no podían prescindir de la información de los sentidos, pero consideraban este conocimiento inseguro y poco confiable, que necesitaba ser garantizado por el entendimiento y sus principios lógicos. El terreno de las ideas puras, de las definiciones exactas, de la organización sistemática de los conceptos, del uso de la lógica era para ellos una fuente de certezas claras y distintas. Muchos de los racionalistas fueron matemáticos o se inspiraron en las matemáticas, tal es el caso de Benito Spinoza o de Gottfried Liebniz. Este último le contestó a Locke que si bien no hay ningún contenido en el entendimiento que no haya entrado por los sentidos, el entendimiento mismo es innato, no lo adquirimos por experiencia.
Liebniz desarrolló el cálculo de lo infinitamente pequeño, el cálculo infinitesimal, pues consideraba que toda la realidad es continua: desde lo más pequeño a lo más gigantesco. Así en la realidad todas las cosas están conectadas entre sí, todo tiene un porqué, una causa que lo explica. Todo tiene una razón de ser, por lo tanto, todo podría llegar a ser comprendido filosófica y matemáticamente en una ciencia universal.
Dentro de éste orden Liebniz identificó ciertas proposiciones que son evidentemente necesarias y verdaderas sin que para demostrarlo necesitemos recurrir a la experiencia. “La distancia más corta entre dos puntos es la recta”, “La suma de dos ángulos rectos es igual a 180º”, “El todo es mayor que la parte o que cada una de las partes”, “Nada puede ser y no ser al mismo tiempo” (principio de no contradicción) son ejemplos de lo que Liebniz llamó verdades de razón. Al depender del entendimiento, estas verdades son innatas. Hay otras verdades, en cambio, que pueden ser o no según las circunstancias, por ello las llamó verdades de hecho. Estas dependen íntegramente de la experiencia. Por ejemplo, el árbol frente a mi oficina hoy mide tres metros pero en un año quizás mida seis o nueve. Ahora, el que sea de una u otra forma tiene una razón de ser, nada ocurre en el universo “porque sí”. La idea de que todo en la naturaleza tiene su causa es una idea que no viene de la naturaleza sino que es puesta por nuestro propio entendimiento. El entendimiento no es como una pizarra vacía sino como una madera que tiene ciertas propiedades y capacidades naturales, y que se manifestarán al ir trabajándola.
Pese a su aparente diferencia, racionalismo y empirismo fueron dos vías que coincidieron en la Revolución Cientifica. A partir de sus trabajos, Galileo y Newton consagraron el matrimonio entre el lenguaje matemático y la experimentación con la naturaleza. Desde ellos, acumular datos, medir y cuantificar, determinar leyes generales y expresarlas en fórmulas, se convirtieron en el hacer común de los científicos modernos. Sin embargo, las críticas elaboradas por un filósofo gordito serían muy terribles para esta confianza en la nueva ciencia.
4. David Hume, el filósofo gordito.
Ahora nos situamos en el siglo XVIII, periodo que culminará con la Revolución Francesa. Hume fue un escocés bien gordito, hijo de una familia de nobles venida a menos. Llegó a la filosofía luego de ser abogado, escritor, historiador, político y diplomático. Se le conoce aún como uno de los empiristas más importantes y trascendentes por su radicalidad. Esta radicalidad se basaba en que Hume dijo que lo único que había que tener en cuenta en el conocimiento era la experiencia. Y la experiencia son las huellas del mundo en nuestro espíritu, que David llamó impresiones. A su juicio Locke aún recurría a conceptos que no eran sacados de la experiencia, como la idea de un yo, la noción de sustancia, o el concepto de causa. Se propuso entonces, un examen crítico de la ciencia y la filosofía para limitar sus pretensiones, uno que estuviera basado exclusivamente en la observación y la experiencia.
Para Hume todo conocimiento proviene de las impresiones, las que provocan en nosotros, imágenes, conceptos e ideas como productos o representaciones derivadas. Las ideas de la mente no son más que copias de las impresiones. Por ejemplo; usted está ahora mismo en la playa, en unos roqueríos que son un mirador. Siente las impresiones “externas” del olor del mar, el ruido de las olas, el calor tibio del sol que se esconde, el sabor de la sal en su boca, los colores de un atardecer que comienza. Además se despiertan en usted impresiones internas, que surgen por reflexión, como el deseo de abrazar a su polola mientras observan ese espectáculo en una tarde romántica. Horas después el sol ya se ha puesto, pero usted puede reavivar esas primeras impresiones como recuerdos, claro que ya no gozan de la misma vivacidad. Puede incluso variar la escena: imaginarse un oleaje embravecido, un cielo cubierto, y viento frío golpeando su cara. Puede incluso abstraer elementos comunes y elaborar un concepto general de “atardeceres” ya sea en el campo, en la playa, en la ciudad etc. Esos recuerdos, imágenes derivadas o conceptos ya son propiamente ideas. De las impresiones se forman ideas simples, las que al combinarse se transforman en ideas complejas. Y eso es todo.
Bueno, pero todo eso pasa en mi mente… ¿y el objeto? Del objeto, nada. Lo único que podemos asegurar es que tenemos esta u otra impresión en nuestra conciencia, no podemos asegurar nada de la realidad exterior. De todo lo que no podamos comprobar o verificar por experiencia, no podemos decir que exista. Simplemente “creemos” en que existe una realidad exterior. Lo único que hay es el flujo constante de impresiones e ideas. La realidad para Hume no es más que las impresiones más fuertes y nítidas que tenemos en nuestro espíritu. Lo que me pareció la otra noche como la vaga silueta de un cuerpo humano, hoy me aparece nítidamente como un montón de ropa. No hay otro criterio para saber lo que es la realidad. Tampoco existe un “yo”: recibo fragmentos de impresiones de lo que sería mi cuerpo, veo un reflejo en el espejo y creo que soy yo, escucho que me llaman por un nombre y asumo que se trata de mi, escucho una voz interior y supongo que es la mía. Es lo mismo que cuando veo llover: veo gotas de agua caer del cielo pero no veo “la lluvia caer”. No existe ningún personaje llamado lluvia que le ocurra caer. El que yo tenga un “yo” más o menos estable en el tiempo y el espacio es simplemente una ilusión, la experiencia no nos lo demuestra. Literalmente, el Yo es algo imaginado.
Bueno, ¿y la ciencia? Para Hume la ciencia reposa sobre la idea de causalidad. Esta es una de las tres formas en que las ideas se asocian. La primera es la ley de la semejanza que hace que tendamos a unir o poner juntas ideas o impresiones similares. La segunda es la ley de la contigüidad, que nos impulsa a ver ciertas cosas como apareciendo juntas: el humo, la ceniza, el papelillo, el filtro, el cenicero aparecen como parte de una misma experiencia. La tercera es la ley de la causalidad: nuestra mente considera ciertas impresiones o ideas, que se presentan primero, como las causas de otras impresiones, que son posteriores, y que serían los efectos. Hume llegó a la conclusión que esto no es más que algo psicológico, un hábito de la mente que no nos permite afirmar nada con certeza de la realidad. Al jugar billar, cuando la bola blanca choca con la bola roja, creemos que el movimiento de la primera es causa de la reacción de la segunda. Esto es una pura ilusión. Sólo vemos que dos cosas suelen ir juntas, pero no vemos que un fenómeno sea la causa de otro fenómeno.
Esto además afecta a la confianza en la inducción. Recordemos que el método de la inducción sostiene que a partir de observar hechos particulares, muchos de ellos, podemos obtener conclusiones generales. Por ejemplo, veo un cisne y es blanco, veo otro y es blanco, veo diez y son todos blancos, veo mil blanquitos, veo un millón, etc. …según la inducción en algún momento estaré autorizado para decir: “Todos los cisnes son blancos”. Sin embargo, sostiene Hume, puede ser que en la experiencia 1.000.002 me tope con un desconocido cisne negro. Mi conclusión sería inválida. Simplemente creemos que la naturaleza es regular, pero no tenemos como justificar o demostrar eso.
Así, Hume se convirtió en un escéptico radical. Consecuente con su postura, sostuvo que no podemos demostrar que Dios existe, y por lo tanto murió sin preocuparse mucho por su salvación divina. No obstante, el problema se los dejó a los otros. Con su crítica le quitó el piso a toda filosofía que pretendiera decir algo sensato sobre Dios, el alma humana o el sentido del mundo o la historia. Con este gordito se hubieran acabado las grandes pretensiones de la Filosofía, sino fuera por un aburrido filósofo alemán que para pasar el rato, dio vuelta todo lo que hasta entonces se había sostenido sobre el conocimiento.
5. Kant, un Nerd que cambió la historia.
Kant se comportó como viejo toda su vida. Hoy le hubiésemos considerado un nerd, pues consagró su vida al estudio, salió poco, hacía todo a la misma hora, no tuvo grandes pasiones ni vicios, no conoció otros países, no tuvo grandes metidas de pata. Pero, como un buen nerd, tuvo la paciencia para cambiar el mundo con sus ideas. Hizo en filosofía lo que Copérnico hizo en astronomía: desde él, la razón humana dejo de girar en torno al mundo, sino que el mundo vino a girar en torno al sol del entendimiento humano (giro copernicano). La mente humana, sostuvo, sintetiza la realidad, le da su ser y su forma. Por lo tanto en Kant culmina lo que empezó siendo un problema originado por el cosmos perdido: el orden de las cosas, que conocemos por la ciencia moderna, es un producto de la actividad racional humana.
En su obra, Kant resuelve la aparente disputa entre racionalistas y empiristas, creando una corriente que se denominará posteriormente como criticismo. Kant pensaba que la pregunta epistemológica por excelencia era ¿qué puedo saber? y sostuvo que en lugar de dar por sentado que nuestro conocimiento es válido, había que examinar qué condiciones transformaban a un conocimiento en un saber válido. Su interés inicial era salvar la metafísica (con sus cuestiones sobre Dios, el Alma y el Mundo) pero consideraba que en filosofía se especulaba mucho, y tanto rollo mental hacía que nos alejáramos de la experiencia que es la que nos señala lo posible y lo imposible. La esperanza de Kant era que si llegábamos a utilizar bien nuestra razón, sin caer en contradicciones o ideas ilusorias, seríamos capaces de liberarnos de la ignorancia y de la opresión de autoridades que pretenden tutelarnos. En esto, Kant se mostró partidario de los ideales de la Ilustración, y los defendió con gran pasión.
Kant imaginaba a la filosofía como un tribunal donde se examinaría si podemos fiarnos del conocimiento que se pretende verdadero, aclarando cómo es posible su validez. Grandes científicos se habían liberado de los engaños y habían aprendido a describir fielmente la naturaleza según leyes universales, eternas y objetivas. La ciencia moderna, en especial Newton, demostraba que era posible un saber basado en la experiencia pero que tuviera valor universal. Esa ciencia no se agotaba en decir obviedades lógicas como “la distancia más corta entre dos puntos es la recta”, con ella era posible tener juicios rigurosamente verdaderos, universales, que además pudiesen sintetizar lo que la experiencia muestra añadiendo siempre nueva información . Este saber daba cuenta, según Kant, de que lo que en realidad ocurría era que la razón coloca sus estructuras y leyes en los objetos de manera previa a la experiencia, es decir, era un conocimiento a priori. Por ello, la ciencia podía establecer anticipaciones en la experiencia. Kant denominó en general los conocimientos previos a toda experiencia como conocimientos a priori y aquellos que provenían de la experiencia los llamo conocimientos a posteriori. Esta cuestión de un conocimiento sobre la experiencia, pero que tuviese una validez más allá de toda experiencia (o sea, que fuese, a priori) se transformó en su problema central. Su solución fue plantear que lo a priori resulta de un aporte de nuestras propias capacidades mentales, vale decir, es algo que el sujeto pone en la realidad.
Entonces, la filosofía de Kant es el análisis de la relación entre aquello que nos aportan los sentidos y la manera en que la razón da forma a ese material. Sin el material de los sentidos, el entendimiento está vacío, pero sin su labor, la experiencia no tendría ninguna estructura. La razón constituye el mundo que experimentamos, lo unifica. Cómo son las cosas en sí mismas independientes del sujeto que las conoce (Kant llama a esto el noúmeno), queda como una incógnita imposible de descifrar para la razón humana, pues sólo sabemos cómo se presentan ellas, como fenómenos, a nosotros. Desde Kant los objetos no son realidades independientes de mi actividad pensante.
¿Cómo ocurre esto? Primero nuestra conciencia recibe el material de los sentidos, que en sí mismo no puede ser conocido sino es configurado por el espacio y el tiempo, que no son “cosas reales” del mundo, sino los moldes o las formas que nuestra razón le impone a las cosas. El espacio y el tiempo es el marco donde van a aparecer la variedad de materiales que nos dan los sentidos. Ya que todas las experiencias se dan en el espacio y en el tiempo, que aporta nuestra mente, es posible que la matemática y la geometría existan como verdaderas y necesarias. Ahora, para que nuestra mente capte los objetos como tales, es decir como cosas determinadas y definidas, es necesario que el entendimiento sume las categorías, que son los conceptos más generales con que pensamos las cosas y además, las formas elementales en que ellas se nos presentan. Entre las categorías encontramos la cantidad, la cualidad, la relación y la modalidad. El entendimiento hace posible que podamos experimentar objetos, y por lo tanto hace posible que exista la física como ciencia.
Sin embargo, el pensamiento no descansa y trata de ir subiendo en sus conceptos hacia ideas más generales, abarcadoras, unificadoras y absolutas. El ser humano es un ser inevitablemente metafísico, quiere comprender el todo, aunque efectivamente sea inalcanzable. Su tendencia natural es tratar de captar el mundo como la totalidad de las cosas que existen, el yo como algo puro e independiente del mundo (¡¡por lo tanto inmortal!!), y a Dios como el sustento creador de estas realidades. Como la experiencia no puede mostrarnos nada de eso, el uso de la razón en estas cuestiones no es más que una ilusión, un espejismo. Este fracaso se muestra en el hecho que quedamos atrapados de antinomias o tesis contradictorias: por ejemplo, no podemos discernir si el mundo tiene límites espaciales y temporales o si es infinito, pues la razón pura piensa una cosa que la experiencia no puede probar. Así Kant se las arregla para validar el conocimiento de la ciencia (pues este se basa en la correcta mezcla entre la experiencia y nuestro espíritu) y para dejar el tema de Dios y el alma en el terreno de la ética y de la religión. Desde Kant la metafísica dejará de ser posible en el terreno de la ciencia para alojarse en lo moral.
Aún así Kant abre una ventana, pues revela que no somos una cosa más del mundo. En tanto la razón humana es condición de posibilidad para que conozcamos el mundo, es en cierto sentido anterior al mundo ni se agota en el mundo. El observador observa que él mismo está fuera de lo que observa. La razón es trascendental; hace posible la experiencia del mundo para toda la especie humana que comparte sus estructuras generales. Se va a hablar de un sujeto trascendental, es decir que las condiciones de poder acceder al mundo, conocerlo y pensarlo no son cosa de sujetos individuales sino elementos universales; la Razón humana como la fuente de todo sentido y la posibilidad de todo conocimiento universal. Como el pensamiento hace posible el mundo, hay algo de él que es independiente, libre, y autónomo. Por ello es que el hombre es un ser moral, pues es capaz de determinar su voluntad. Será en éste terreno donde Kant volverá a tratar de colocar a Dios en la filosofía. Ésta idea poco a poco se transformará en la afirmación de que es la razón humana la que en realidad crea o pone libremente al ser. Los que se abanderarán bajo esta afirmación serán conocidos como la corriente del idealismo alemán.