miércoles, 28 de septiembre de 2011

CSV - CUARTOS MEDIOS - FILOSOFÍA - MATERIALES PARA PRUEBA DE CONTENIDOS ESPECÍFICOS - UNIDAD 2: EL PROBLEMA DE LA MORAL Y LA ÉTICA - TEMA: ÉTICA ANTIGUA Y ÉTICA MODERNA


TEXTOS DE ESTUDIO PARA CUARTO MEDIO.
SEGUNDA UNIDAD: ETICA.
TEMAS: ÉTICAS CLÁSICAS GRIEGAS Y ÉTICAS MODERNAS

Los siguientes textos cortos contextualizan a la época y a la cosmovisión general  de las teorías filosóficas principales que hemos analizado ya sean éstas de la filosofía clásica griega o la filosofía moderna 

TEXTO Nº 1: EL SIGNIFICADO DE LA SABIDURÍA PARA LOS ANTIGUOS ESTOICOS.
 Texto escrito por el filósofo francés contemporáneo LUC FERRY, y que fue publicado en el texto “Aprender a vivir

Debemos conocer el mundo que nos rodea para poder encontrar nuestro lugar en él, para aprender a vivir e inscribir en él nuestras acciones. Como ya te había dicho, he ahí la primera tarea de la filosofía.
[para los estoicos[1]…] la primera tarea que debe imponerse a la filosofía es la de ver lo esencial del mundo, lo que hay en el de más real, más importante, más significativo. Ahora bien, para la tradición filosófica que culmina en el estoicismo, la esencia más íntima del mundo es la armonía, el orden justo y bello a la vez, que los griegos denominaban cosmos.
Si quieres hacerte una idea precisa de lo que llamaban los griegos “cosmos”, lo más fácil es que te imagines que todo el universo es un ser ordenado y animado. En efecto, para los estoicos la estructura del mundo, o si lo prefieres el orden cósmico, no es sólo un todo magníficamente organizado, sino que es también un orden análogo al de cualquier ser viviente. En el fondo, el mundo material, el universo entero, es como un animal gigantesco y cada uno de sus elementos, cada órgano, ha sido admirablemente concebido y dispuesto armónicamente en el conjunto. Es a este orden, al cosmos como tal, a la estructura ordenada del universo entero, a lo que los griegos llamaban lo “divino”  y no como en el caso de los judíos o los cristianos a un Ser exterior al universo que habría existido antes que éste y lo habría, de hecho, creado. Por lo tanto desde el punto de vista de la teoría estoica el cosmos es, más allá de algunos episodios accidentales y provisionales que son las catástrofes, esencialmente armonioso, lo que tendrá consecuencias considerables en el ámbito de lo práctico, es decir, en el plano de la moral, de lo jurídico y de lo político. Por que es precisamente en la medida en que la naturaleza es armoniosa en la que puede, de algún modo, servir de modelo a la conducta de los hombres.
La naturaleza, al menos cuando funciona con normalidad, al margen de los accidentes y las catástrofes, acaba haciendo justicia con cada uno de nosotros, en el sentido de que nos dota de lo esencial, de aquello que necesitamos: un cuerpo que nos permite movernos por el mundo, una inteligencia que nos capacita para adaptarnos y riquezas naturales que han de bastarnos para sobrevivir. De manera que en este gran reparto cósmico cada cual recibe lo debido. Esta teoría de lo justo preludia una formula que servirá de base a todo el derecho romano: “Dar a cada cual lo suyo”, colocar a cada cual en su lugar, lo que presupone que existe para cada uno algo así como un sitio, un “lugar natural”, como dicen los griegos, en el seno del cosmos, y que ese cosmos es, en sí mismo, justo y bueno. Como comprenderás desde ésta perspectiva uno de los objetivos de la vida humana será encontrar el lugar justo en el seno del orden cósmico. Es llevando a cabo esta búsqueda, o mejor dicho, realizando exitosamente esta tarea, como se pueden alcanzar la felicidad y la buena vida.
            ¿Qué tipo de ética correspondería a esta teoría que hemos descrito brevemente?.
Sobre la respuesta no cabe duda alguna: la que nos permita unirnos o ajustarnos al cosmos; ésta es a los ojos de los estoicos la consigna de toda acción justa, el principio mismo de toda moral y toda política. Porque la justicia es ante todo, rectitud, ajuste. Al igual que un ebanista o un constructor de violines ajustan una pieza  de madera en un contexto más amplio (en un mueble o en un violín), lo mejor que podemos hacer es esforzarnos por encajar en el seno del orden armonioso y bueno que nos devela la teoría.
            Para los antiguos, no es ya sólo que la naturaleza estuviera detrás de todo lo bueno, sino que, al margen de ella, quedaba en nada la voluntad de una mayoría de seres humanos llamados a decidir sobre el bien y el mal, sobre lo que es justo o injusto, puesto que entendían que los criterios que nos permiten discriminar entre unas cosas y otras derivan todos de un orden  natural exterior y superior a los seres humanos. En líneas generales, lo bueno es lo que se ajusta al orden cósmico, lo queramos o no, y lo malo es lo contrario, nos guste o no. Lo esencial es ajustarse, mediante la práctica, a la armonía del mundo, a fin de encontrar el sitio justo que el Todo nos ha asignado a cada cual.
Al alcanzar cierto nivel de sabiduría teórica y práctica, el ser humano comprende que la muerte no existe en realidad, que no es más que el paso de un estadio a otro, no una anulación, sino una forma de ser diferente. En tanto que miembros de un cosmos divino y estable, podemos participar, nosotros también, de esa estabilidad y de esa divinidad. Si lo comprendemos así, percibiremos de golpe hasta que punto el miedo que sentimos hacia la muerte no se justifica, no sólo desde un punto de vista subjetivo, sino tampoco desde un sentido panteísta, pues siendo objetivamente el universo eterno y dado que nosotros estamos llamados a no ser más que un fragmento en su seno, ¡jamás dejaremos de existir!.
La finalidad misma de toda actividad filosófica es enseñarnos a llevar una vida buena y feliz, la que nos puede enseñar “a vivir y a morir como un Dios”, es decir, como un ser que, percibiendo su vínculo privilegiado con todos los demás seres en el seno de la armonía cósmica, alcanza la serenidad, la conciencia del hecho de que, aun siendo mortal en un sentido, no por ello resulta menos eterno en el otro.
Los dos frenos que nos bloquean y nos impiden acceder a un desarrollo completo son la nostalgia y la esperanza, el apego al pasado y la preocupación por el porvenir. Hacen sin cesar que nos perdamos el instante presente, nos impiden vivir plenamente. Para poder salvarnos, para acceder a la sabiduría que esta por encima de la filosofía, resulta imperativo aprender a vivir sin miedos vanos ni nostalgias superfluas, lo que supone que uno debe dejar de vivir en dimensiones temporales que, como el pasado y el futuro, no tienen existencia real alguna, para atenerse, en la medida de lo posible, al presente. Podríamos añadir, para ser más exactos, que no son sólo los “antiguos males” los que echan a perder la vida presente de quienes pecan de falta de sabiduría, sino que paradójicamente, pueden ser más nocivos aún los recuerdos de los días felices que hemos perdido irremediablemente y que “nunca volverán”.
Por su lado la esperanza es, en contra de lo que ya es un lugar común, la mayor de la infelicidades. Porque por su misma naturaleza pertenece al orden de la carencia, de la tensión creada por la insatisfacción. Vivimos constantemente en el seno de la dimensión de un proyecto, precipitándonos tras objetivos localizados en un futuro mas o menos lejano, y creemos, suprema ilusión, que nuestra felicidad depende de que podamos alcanzar esos fines – poco importa que sean mediocres o grandiosos – que nos hemos autoimpuesto. Comprar el último MP3 que ha salido al mercado, una cámara de fotos más potente, tener una habitación más hermosa, una moto más moderna, seducir a alguien, llevar a cabo un proyecto, crear una empresa que sea: todas y cada una de las veces caemos ante el espejismo de una felicidad aplazada, de un paraíso por construir, en este mundo o más allá. Olvidamos que no existe otra realidad que la de aquí y ahora, y que esa extraña huida hacia delante seguramente nos haría fracasar. Hay que aprender a vivir como si el instante más importante de tu vida fuera el que estas viviendo en este momento y las personas que mas contaran fueran las que tienes delante.
La vida buena es decir, la vida libre de temores y de esperanza, es una vida reconciliada con lo que es, la existencia que acepta el mundo como tal. Sobre esta base, los estoicos nos invitan a la reconciliación con lo que es, con el presente como tal, más allá de nuestras esperanzas y lamentaciones.
            Es de sabios habituarse a no apegarse a lo que pasa. Si no lo hacemos así, seremos nosotros mismos los que predispongamos a padecer los peores sufrimientos. No se trata de mostrarse totalmente indiferente y mucho menos de faltar a los deberes que nos impone la compasión hacia los demás, especialmente hacia los que amamos. Pero no por ello hay que dejar de desafiar como la peste los apegos que nos hacen olvidar eso que los budistas, por su parte, llaman la “impermanencia” , el hecho de que en este mundo nada es estable, que todo cambia, que todo pasa. Hay que saber contentarse con el presente, amarlo sin desear otra cosa, sin lamentar lo que se es. Siempre se trata de la muerte y de las victorias que la filosofía nos permite alcanzar sobre ella o, al menos, sobre el miedo que ésta nos inspira, impidiéndonos vivir bien. En este punto, todo se orienta a alcanzar la espiritualidad más elevada: se trata de vivir el presente, de distanciarse de los remordimientos, lamentos y angustias que nos anclan en el pasado y en el porvenir. Se trata de gozar cada instante de la vida como éste se merece, es decir, con la total y plena conciencia de que, dado que somos mortales, siempre puede ser el último. Por tanto, hay que “llevar a cabo cada acción en la vida como si fuera la última”. Existen momentos de gracia en la vida, instantes en los que experimentamos esa extraña sensación de estar, por fin reconciliados con el mundo. Procurar que toda la vida se parezca a esos instantes, eso es lo que en fondo constituiría el ideal de la sabiduría. Y es en este punto donde rozamos algo muy cercano a la salvación, en el sentido de que nada puede turbar la serenidad que nace de la supresión de los temores ligados a otras dimensiones temporales. Cuando se sobrevenga la catástrofe, o al menos lo que los hombres suelen considerar habitualmente como tal – la muerte, la enfermedad, la miseria y todos los males ligados al carácter irreversible del tiempo que pasa -, podré hacerle frente gracias a la capacidad que adquirí de vivir el presente, es decir, de amar el mundo tal cual es, como se presenta.

TEXTO Nº 2: LA LIBERTAD, EL NUEVO PRINCIPIO DE LA MORAL MODERNA. 
 Texto escrito por el filósofo francés contemporáneo LUC FERRY, y que fue publicado en el texto “Aprender a vivir

En líneas generales, se entiende que el giro hacia el pensamiento moderno tiene lugar en un periodo que va de la publicación de la obra de Copérnico de las revoluciones de las órbitas celestes (1543) a la de Newton Principia mathematica (1687) pasando por los Principios  de la filosofía de Descartes (1644) y la publicación de las tesis de Galileo sobre la relación entre la Tierra y el Sol (1632). Con estos trabajos nace una nueva era en la que consideramos que seguimos viviendo. No es solamente el hombre, como ya hemos dicho, el que “ha perdido su lugar en le mundo”; es más bien el mundo mismo, al menos ese cosmos que servía de marco cerrado y armonioso a la existencia humana desde la Antigüedad, el que se volatiza pura y simplemente. Al mismo tiempo que aniquilaba los principios de la cosmología antigua – afirmando, por ejemplo, que el mundo no es redondo, circunscrito, jerarquizado y ordenado, sino un caos infinito y carente de sentido, un campo de fuerzas y objetos que chocan entre sí al margen de cualquier tipo de armonía -, la física moderna debilitaba considerablemente los principios de la cosmología antigua y de la religión cristiana.
En efecto, no es sólo que la ciencia pusiera en cuestión ciertos postulados que la Iglesia había defendido imprudentemente en ámbitos en los que habría hecho mejor no entrometiéndose – la edad de la Tierra, su situación en relación con el Sol, el momento en que nacieron el ser humano y las especies animales, etcétera-; es que, como punto de partida, invitaba a los seres humanos a adoptar una actitud de duda permanente, a desarrollar un espíritu crítico muy poco compatible, sobre todo en la época, con el respeto a las autoridades religiosas. La fe, ya algo tocada por las rígidas restricciones impuestas por la Iglesia, empezaría también a vacilar, de modo y manera que los espíritus mas esclarecidos se encontraron en una situación verdaderamente dramática en lo referente a las antiguas doctrinas de salvación que parecían menos creíbles a cada momento que pasaba.
En el plano ético, la revolución teórica tuvo otro efecto devastador: el universo ya no tenía nada de cosmos, por lo tanto, era imposible convertirlo en un modelo que imitar en el ámbito de la moral. Si a eso le añadimos que temblaban los cimientos mismos del cristianismo, si la obediencia a Dios empezaba a no ser algo simplemente debido ¿dónde buscar los principios de una concepción moral de las relaciones entre los hombres, de un nuevo fundamento de la vida en común?
Retomemos el hilo de un razonamiento que ya empiezas a conocer bien: si el mundo ya no es un cosmos, sino un caos, un entramado de fuerzas que entran sin cesar en conflicto unas con otras, está claro que el conocimiento tampoco puede adoptar la forma de una teoría propiamente dicha (en el sentido antiguo de “contemplar lo divino”), ya no hay nada divino en el universo que el espíritu humano pudiera tener interés en contemplar. El orden, la armonía, la belleza, de entrada, han dejado de ser dones, ya no están inscritos a priori en el corazón de lo real.
La nueva imagen del mundo forjada por la ciencia moderna no tenía nada que ver con la de los antiguos. El universo que nos describe Newton, en concreto, no es en absoluto un universo de paz y armonía. Ya no es una bella esfera cerrada en sí misma, donde se puede vivir bien siempre que uno encuentre su lugar, como si de una casa confortable se tratara, sino que estamos en ante un mundo de fuerzas y de choques, en el que los seres no pueden situarse por la simple y buena razón de que pasarán a formar parte del infinito, carente de límites en el espacio y en el tiempo. Por tanto, será necesario repensar todas las cuestiones filosóficas de principio a fin 
Por tanto, para volver a encontrar algo parecido a la coherencia, para hacer que el mundo en el que vivan loa hombres siga teniendo algún tipo de sentido, será necesario que el ser humano mismo, utilizando su saber, introduzca desde el exterior el orden en un universo que ya no lo ofrece a primera vista. En lo sucesivo habrá de ser el hombre el que, recurriendo a su capacidad de pensar, reintroduzca el sentido de la coherencia en un mundo que, al contrario de lo que ocurría en el caso del cosmos de los antiguos, no parece basarse en ningún a priori  
Precisamente para responder a esta interrogante la filosofía moderna empieza a situar en el centro de sus reflexiones una cuestión aparentemente extraña: la diferencia que existe entre los hombres y los animales. Si a los filósofos de los siglos XVI y XVII les apasionaba la definición de animal, si deseaban saber cual era la diferencia esencial entre la humanidad y la animalidad, no era por casualidad ni por motivos superficiales, sino porque es comparando a un ser con aquello que le es más próximo como mejor se puede aprehender su diferencia específica, lo que realmente le caracteriza. Partiendo del debate sobre el animal y, como contrapartida, sobre la humanidad del hombre se entra directamente en el ámbito de la filosofía moderna. Y en este debate será Jean - Jacques Rousseau  quien, en el siglo XVIII, retomando las discusiones abiertas especialmente por Descartes y sus discípulos, aportará la contribución más decisiva.
Rousseau disponía de dos criterios clásicos a la hora de diferenciar el animal del hombre, por un parte la inteligencia, por otra la sensibilidad (a la afectividad, a la sociabilidad, que engloba asimismo la capacidad de habla). Rousseau va a superar estas distinciones clásicas para pasar a proponer otra, inédita en ciertos aspectos. Lo primero que afirma Rousseau es que es evidente que el animal por mucho que parezca una “maquina ingeniosa” como decía Descartes, posee una inteligencia, una sensibilidad y ostenta la facultad de comunicarse. Por tanto, lo que diferencia a los seres humanos en última instancia no es la razón, ni la afectividad, ni siquiera la capacidad de habla. El criterio de diferenciación entre el hombre y los animales ha de ser otro, que Rousseau lo va a situar en el ámbito de la libertad o, como dice él, el de la perfectibilidad. La perfectibilidad es nuestra capacidad para perfeccionarnos a lo largo de toda nuestra vida, mientras que el animal, guiado desde sus orígenes y de forma segura por la naturaleza (o por el instinto), es, por así decirlo, perfecto “de golpe” desde su nacimiento.
Si la observamos objetivamente, constatamos que a la bestia la conduce un instinto infalible, común a su especie, como si de una norma intangible se tratara, una especie de programa informático del que jamás puede desembarazarse del todo. Así de golpe y plumazo se ve privada tanto de libertad como de la capacidad de perfeccionarse. En cambio el hombre se va a definir a la vez por su libertad, su capacidad de eludir el programa que guía al instinto natural, y, a la vez, por su capacidad para generar una historia en la que el desarrollo futuro no esta predeterminado de manera absoluta.
Hay un ejemplo paradójico del carácter antinatural de la voluntad humana, un ejemplo que no habla precisamente a favor de la humanidad: el fenómeno del mal. En efecto el ser humano parece ser el único capaz de mostrarse como un ser realmente diabólico. El mal radical, ese que piensa Rousseau, le resulta desconocido a los animales y es patrimonio exclusivo de la humanidad, es de otra naturaleza: parte del hecho de que no sólo “se hace el mal” sino que se convierte al mal en un proyecto. El gato produce mal al ratón, pero hasta donde nosotros podemos juzgarlo, el provocar sufrimiento no es parte de sus objetivos de caza. Por el contrario, todo indica que el ser humano es capaz de organizarse concientemente para hacer el mayor mal posible a su prójimo. Esto es lo que, por otra parte, la teología tradicional denominaba maldad, lo demoníaco que hay en nosotros. Desgraciadamente lo demoníaco parece ser algo muy específico del hombre. Así lo prueba el hecho de que no hay nada en el mundo animal, de hecho en todo el ámbito de la naturaleza, realmente parecido a la tortura. En esta vocación antinatural, en esta constante posibilidad del exceso que leemos en un ojo humano que no refleja únicamente la naturaleza, podemos descifrar lo peor, pero también, y por la misma razón, lo mejor, el mal absoluto y la generosidad más impresionante. A este exceso es a lo que Rousseau denomina libertad; es el signo de que no estamos encerrados, o en todo caso no completamente, en nuestro programa natural de animales aunque, por otra parte nos parezcamos a ellos.
            Una primera consecuencia de esta idea es la de la historicidad de la vida humana: los humanos a diferencia de las bestias estarán dotados de lo que podríamos llamar una doble historicidad. Contarán con una historia de tanto que individuos, en tanto que personas, lo que uno suele denominar educación. Tendrán también una historia en tanto que miembros de la especie humana, participarán de la historia de las sociedades humanas, eso que normalmente denominamos cultura y política. Lo que le permite al hombre contar con esta doble historia es el hecho de que puede exceder el programa de la naturaleza, que puede evolucionar indefinidamente, educarse a lo largo de toda su vida y entrar a formar parte de una historia cuyo fin nadie puede prever hoy.
Si el hombre es libre, no existe naturaleza humana, ni esencia de lo humano que definan lo que es la humanidad y que precedan su existencia y la determinen. El ser humano no se ve predeterminado por ninguna esencia, no hay ningún programa capaz de encerrarle completamente, ninguna categoría que le aprisione totalmente, de modo que no pueda emanciparse al menos en parte: su parte libre. El hombre es un ser moral por el mero hecho de ser libre, de no dejarse aprisionar por ningún tipo de código natural o histórico. ¿Cómo podrían imputársele las buenas o malas obras si no fuera libre de elegir? ¿Quién piensa en condenar a un tiburón que acaba de comerse a un surfista? Sin embargo, cuando un camión provoca un accidente, se juzga al camionero no al camión.
            El hombre es el ser antinatural por excelencia, tiene una distancia mas o menos amplia con los programas de la naturaleza. Esa distancia es la que hace que podamos entrar en la historia de la cultura, que no tengamos que permanecer anclados a la naturaleza. Pero también es la que nos permite poner el mundo en cuestión, juzgarlo y transformarlo, inventar como suele decirse, ideales; distinguir entre el bien y el mal. Sin distancia no habría moral posible. Si la naturaleza fuera nuestro código, si estuviésemos programados por ella, jamás habría visto la luz ningún tipo de juicio ético.
            Con esta nueva antropología, con esta definición de lo que es propio del ser humano, Rousseau abre una vía esencial para la filosofía moderna. Más concretamente, la moral laica más influyente en los dos siglos siguientes partirá de ella, la moral postulada por el filósofo alemán más importante del siglo XVIII, Emmanuel Kant, una moral cuyas derivaciones tendrán un peso considerable en el pensamiento posterior. Kant expondrá las dos consecuencias morales más importantes para la libertad de esta nueva definición rousseauniana del hombre: que la idea de la virtud ética reside en la acción desinteresada y orientada al bien común y a lo universal, dicho en un lenguaje más sencillo, orientada no sólo hacia aquello que me beneficia a mí sino también a los demás.
            Para Kant la verdadera acción moral, la realmente “humana”, será en primer lugar y ante todo la acción desinteresada, es decir, la que da fe de eso que es propio del hombre: la libertad, entendida como la facultad de desembarazarse de la lógica de las inclinaciones naturales, porque hay que reconocer que estas últimas nos empujan hacia el egoísmo. La capacidad de resistirnos a las tentaciones a las que nos expone es exactamente aquello que Kant denominaba la buena voluntad, en la que veía el nuevo principio de toda moralidad auténtica. Es cierto que mi naturaleza (en la medida que también soy un animal) tiende a la exclusiva satisfacción de mis intereses personales, pero yo (ésta es al menos la hipótesis principal de la moral moderna) tengo la posibilidad de desembarazarme de sus mandatos y de actuar de manera desinteresada, altruista (es decir, volcándome a los demás y no pensando sólo en mi). Esta idea no tiene ningún sentido si eliminamos la hipótesis de la libertad: hay que suponer que somos capaces de escapar a nuestra programación “natural” para poder contradecir a nuestro “querido yo”.  
            El bien ya no esta ligado a mis intereses privados, a los de mi familia o a los de mi tribu. Siempre en el entendido de que no hay por qué excluirlos, sino que se trata, al menos en principio, de tener en cuenta también el interés de los demás, en el caso mas extremo de la humanidad entera como exigirá la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
            Libertad, acción desinteresada y preocupación por el interés general: he aquí las tres grandes palabras que definen la moral moderna basada en el deber, porque nos dice que debemos de ofrecer resistencia, librar un combate contra la animalidad o la naturalidad que hay en nosotros. Si damos por sentado que ya no se trata de imitar la naturaleza, de recurrir a ella como modelo, sino de combatirla y en especial de luchar contra el egoísmo natural que hay en nosotros, es evidente que hacer el bien, fomentar el interés general, no es algo que vaya de suyo, sino que es preciso vencer el egoísmo oponiendo resistencia racional. Para los filósofos de la libertad, y en especial para Kant, la virtud es una lucha contra la naturaleza que hay en nosotros.
La cuestión crucial para construir la ética moderna que ha enterrado las cosmologías antiguas es: ¿Dónde podemos hallar las raíces de un nuevo orden? ¿Cómo construir un mundo coherente para los seres humanos sin recurrir a la naturaleza, que ya no es un cosmos, ni a la divinidad, que no sirve de ayuda nada más que a los creyentes?. La respuesta que fundamenta el humanismo moderno, tanto en el plano moral como en el jurídico o el político, es: en la sola voluntad de los hombres, siempre que acepten la necesidad de restringirse así mismos, de auto limitarse a entender que quizás su libertad termina allí donde empieza la de los demás. La igualdad adquiere también un nuevo significado: si uno considerada que la virtud, el buen obrar, no reside en la naturaleza que hay que seguir,  sino en la libertad, los demás adquieren valor y se impone la democracia. El individualismo no es sino una consecuencia directa de éstos razonamientos: ya no se piensa que se tenga derecho a sacrificar a los individuos pata proteger el Todo (el cosmos de los antiguos) pues ese todo es una suma de individuos, una construcción ideal en el seno de la cual cada ser humano es un fin en sí, a partir de ese momento se impondrá la prohibición de tratarle como un mero medio o instrumento (no hay que “usar” a las personas). Aquí el termino individualismo ya no es sinónimo de egoísmo como se suele creer. Al contrario, hablamos de un mundo moral en el cual a los individuos se les valora según su capacidad de sustraerse a su egoísmo natural para construir un mundo moral o ético artificial.
Así el ser humano pasa a ser, como se diría en jerga filosófica, el sujeto que en adelante ocupará el lugar de las entidades antiguas (el cosmos y la divinidad), para acabar convirtiéndose lentamente en el fundamento último de todos los valores morales. En efecto es el que aparece como centro de atención, como el único ser que al final, resulta ser verdaderamente digno de respeto, en el sentido moral del termino.  

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