domingo, 17 de abril de 2011

CUARTOS MEDIOS CSV - PRIMERA PRUEBA DE CONTENIDOS ESPECÍFICOS - TEXTOS PARA ESTUDIO - APRENDER A MORIR

TEXTO 3: LA FILOSOFÍA ES APRENDER A MORIR.
AUTOR: LUC FERRY.
LIBRO: “APRENDER A VIVIR. FILOSOFÍA PARA MENTES JÓVENES.
AÑO: 2007 


La pregunta evidente “¿qué es la filosofía?” es una de las más controvertidas que conozco. La mayoría de los filósofos actuales siguen dándole vueltas sin lograr ponerse de acuerdo en cuál es la respuesta.
Cuando cursaba mis últimos años de bachillerato, mi profesor me aseguraba que se trataba “simplemente” de “formar nuestro espíritu crítico con vistas a la autonomía”, de un “método de pensamiento riguroso”, de un “arte de la reflexión” que hundía sus raíces en una actitud basada en el “asombro” y el “planteamiento de preguntas”. Éste es el tipo de definiciones que aún hoy seguirás encontrando diseminadas por los manuales de iniciación. 
A pesar de todo el respeto que me inspiran personalmente las definiciones de este tipo, debo decir que no tienen mucho que ver con el fondo de la cuestión.
Es cierto que es deseable que en filosofía se reflexione. Que, a ser posible, se piense con rigor, en ocasiones incluso siguiendo un método crítico o planteando preguntas. Pero todo eso no es nada, absolutamente nada específico. Estoy seguro de que a ti mismo se te ocurren muchísimas otras actividades humanas que requieren del planteamiento de preguntas, o en las que uno debe esforzarse por argumentar lo mejor que sabe sin que ello implique que uno tenga que ser filósofo.
Los biólogos y los artistas, los médicos y los novelistas, los matemáticos y los teólogos, los periodistas e incluso los políticos reflexionan y se plantean preguntas. Sin embargo no son, que yo sepa, filósofos.
Voy a proponerte que nos alejemos de esos lugares comunes y aceptes provisionalmente, hasta que lo veas con más claridad por ti mismo, otro enfoque.
Partiremos de una consideración muy simple, pero que contiene el germen de la pregunta central de toda filosofía: el ser humano, a diferencia de Dios – si es que Dios existe – es mortal o, por decirlo como los filósofos, es un ser  “finito”, limitado en el espacio y en el tiempo. Pero a diferencia de los animales, es el único ser que tiene conciencia de sus límites. Sabe que va a morir y que también morirán sus seres queridos. No puede evitar hacerse preguntas ante una situación que, a priori, resulta inquietante, por no decir absurda o insoportable. Y, evidentemente, ésta es la razón por la que en primer lugar se acerca a las religiones que le prometen la salvación.
Quiero que comprendas bien esta palabra – salvación – y también que entiendas como las religiones intentan hacerse cargo de las cuestiones que suscita. De hecho, lo más sencillo para empezar a definir la filosofía es, como tendrás ocasión de comprobar, ponerla en relación con el proyecto religioso.
Abre un diccionario y verás que el término “salvación” designa ante todo “el hecho de ser salvado, de escapar de un peligro o de una gran desgracia”. Muy bien, pero ¿de qué catástrofe, de qué peligro pretenden ayudarnos a escapar las religiones? Ya conoces la respuesta: evidentemente, se trata de la muerte. Ésta es la razón por la que todas se esfuerzan, de modos diversos, por prometernos la vida eterna, por asegurarnos que un día volveremos a reencontrarnos con aquellos que amamos, familiares, o amigos, hermanos o hermanas, maridos o esposas, niños o bebes, de los que la existencia terrena, ineludiblemente nos va a separar.

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 Hay que reconocer que esta idea tranquiliza bastante. En efecto, después de todo, ¿qué es lo que deseamos? No estar solos, ser comprendidos y amados, que no nos separen de nuestros seres queridos; resumiendo, no morir y que ellos tampoco mueran. Ahora bien, la vida real acaba frustrando un día u otro, todas esas esperanzas. Por eso, hay quien busca la salvación poniendo su confianza en un Dios y unas religiones que le aseguran que la alcanzará.
Pero para aquellos que no están convencidos, para los que dudan de verdad de estas promesas, el problema sigue ahí. Y es justamente donde la filosofía, por así decirlo, toma el relevo. La muerte en sí – este aspecto es crucial si quieres entender lo que es el campo de la filosofía – no es una realidad tan sencilla como por lo general se suele creer. La muerte es lo que atormenta a ese desgraciado ser finito que es el hombre, porque sólo él es consciente de que su tiempo es limitado, de que lo irreparable no es una ilusión, y puede que le haga bien reflexionar sobre lo que debe hacer en su corta vida. Edgar Allan Poe, en uno de sus poemas más famosos, encarnó esta idea de la irreversibilidad del curso de la existencia en un animal siniestro, un cuervo encaramado en el alféizar de una ventana, que sólo sabía decir y repetir una única fórmula: Never more (“nunca más”),
Lo que Poe quería decir con esta imagen es que la muerte pertenece al ámbito del “nunca más”. Es, en el seno mismo de la vida, lo que nunca volverá, lo que irreversiblemente sustituye a un pasado que uno no tiene oportunidad alguna de recuperar algún día. Puede tratarse de unas vacaciones de nuestra infancia, de lugares o amigos de los que uno se aleja para no volver, del divorcio de nuestros padres, de las casas o escuelas que una mudanza nos obliga a abandonar, o miles de otras cosas. Aunque se trate de la desaparición de un ser querido, todo aquello que  pertenece al ámbito del “nunca más” forma parte del registro de la muerte.
Si lo consideras desde este punto de vista, verás qué lejos está la muerte de poder definirse exclusivamente como el final de la vida biológica. Para vivir bien, para vivir en libertad, para ser capaces de amar debemos, en primer lugar y ante todo, vencer el temor, o, mejor dicho, los temores, ya que las manifestaciones de lo irreversible son diversas.  Es en este preciso punto donde existe entre religión y filosofía una discrepancia fundamental.


Al no lograr creer en un Dios salvador, el filósofo es, ante todo, aquel que cree que conociendo el mundo, comprendiéndose a sí mismo y a los demás, en la medida de que nos lo permite nuestra inteligencia, se puede llegar a superar los miedos, pero más que desde un fe ciega, desde la lucidez. En otras palabras, si las religiones se definen como la salvación a través de Otro (Dios), por la gracia de Dios, podríamos definir los grandes sistemas filosóficos como doctrinas de salvación por uno mismo, sin la ayuda de Dios.
En opinión de muchos filósofos el miedo a la muerte nos impide vivir bien. No es sólo que genere angustia. A decir verdad, la mayor parte del tiempo ni siquiera pensamos en ella, y estoy seguro de que no te pasas días meditando sobre el hecho de que los hombres son mortales. Pero si dotamos el problema de mayor profundidad, parece que la irreversibilidad del curso de las cosas, que es una forma de muerte en el corazón mismo de la vida, amenaza todos los días con arrastrarnos hacia una dimensión del tiempo que corrompe la existencia: la del pasado donde se alojan los grandes destructores de la felicidad que son la nostalgia y la culpabilidad, el arrepentimiento y los remordimientos.
   La filosofía – todas las filosofías, por muy distintas que sean las respuestas que intentan aportar – también prometen ayudarnos a escapar de estos miedos primitivos. Comparte con las religiones, al menos en origen, la convicción de que la angustia nos impide vivir bien: no es ya que nos impida ser felices, es que tampoco nos deja ser libres. Éste es un tema omnipresente entre los primeros filósofos griegos: uno no puede ni pensar en actuar libremente cuando está paralizado por esa inquietud sorda que genera,  por muy inconsciente que sea, el miedo a lo irreversible. Se trata, por tanto, de invitar a los seres humanos a “salvarse”.
Pero, como ya habrás comprendido a éstas alturas, esa salvación no puede proceder de Otro, de un ser trascendente (lo que significa “exterior y superior” a nosotros), debe provenir de nosotros mismos. La filosofía quiere que nos aclaremos recurriendo a nuestras propias fuerzas, con la simple ayuda de la razón o que, al menos aprendamos a utilizarla como es debido. Con audacia y con firmeza.
Filosofar en lugar de creer supone en el fondo – al menos desde el punto de vista de los filósofos, que no es el de los creyentes – preferir la lucidez al confort, la libertad a la fe. En verdad se trata, en cierto sentido, de “salvar el pellejo” pero no a cualquier precio.
Aunque la búsqueda de una salvación al margen de Dios esté en el corazón de todo gran sistema filosófico, aunque éste sea su objetivo final y último, no se podría alcanzar sin pasar por una reflexión profunda en torno a la inteligencia de lo que es – lo que, por lo general, solemos denominar teoría – y por lo que habitualmente llamamos ética.
La razón es fácil de entender.
Si la filosofía, al igual que las religiones, hace de la reflexión sobre la finitud humana su fuente más originaria - del hecho de que nosotros, simples mortales, tenemos los días contados y que somos los únicos seres en el mundo plenamente conscientes de ello - se desprende que no podamos eludir la cuestión de qué debemos hace en ese tiempo limitado. A diferencia de los árboles, las ostras o los conejos, no dejamos de hacernos preguntas sobre nuestra relación con el tiempo, sobre cómo debemos emplearlo o en que debemos ocuparlo, tanto si es por un lapso breve, la hora o la mañana que viene, como si se trata de un periodo más largo, el mes o el año en curso. Inevitablemente, quizá con ocasión de una ruptura, de un suceso brutal, acabamos preguntándonos qué hacemos, que podríamos o deberíamos hacer con nuestra vida.
En otras palabras, la ecuación “mortalidad + conciencia de ser mortal” es un cóctel que contiene el germen de todos los interrogantes filosóficos. Filósofo es aquel que, ante todo, piensa que no estamos aquí “de turismo”, para divertirnos. O mejor dicho, aunque en  contra de todo lo que acabo de afirmar, acabará llegando a la conclusión de que lo único que merece la pena ser vivido es la diversión, esta certeza será el resultado de un pensar, de una reflexión y no de un reflejo condicionado. Lo que implica que ha tenido que recorrer tres etapas la de la teoría, la de la moral o la ética y finalmente, la correspondiente a la conquista de la salvación o la sabiduría.
Simplificando, se podría formular así el proceso: lo primero que hace la filosofía por medio de la teoría es hacerse una idea del “terreno de juego”, adquirir un conocimiento mínimo del mundo en el que se va a desarrollar nuestra existencia. ¿Qué parece ser hostil o amistoso, peligroso o inútil, armonioso o caótico, misterioso o comprensible, bello o feo?  Si la filosofía consiste en la búsqueda de salvación, en la reflexión en torno al tiempo que va trascurriendo y que es limitado, no puede por menos que comenzar por hacerse preguntas sobre la naturaleza del mundo que nos rodea. Toda filosofía digna de tal nombre parte, por tanto, de las ciencias naturales que nos develan la estructura del universo: la física, las matemáticas, la biología, etcétera, pero asimismo de las ciencias históricas que arrojan luz sobre la historia de los hombres. “Aquí no entra nadie que no sea un geómetra” decía Platón a sus discípulos refiriéndose a su escuela, la Academia, y después de él ninguna filosofía ha pretendido jamás economizar medios a la hora de obtener conocimientos científicos. Pero debemos ir más lejos y preguntarnos también por los medios a nuestro alcance para conocer. Por lo tanto, la filosofía intenta, más allá de las consideraciones que forman parte de las ciencias positivas, comprender la naturaleza del conocimiento mismo, entender los métodos de los que se sirve. Por ejemplo: ¿cómo descubrir las causas de un fenómeno? Pero también se fija en los límites de la disciplina. Otro ejemplo: ¿Se puede demostrar la existencia de Dios?.
Estas dos preguntas, la de la naturaleza del mundo y la referente a los instrumentos que dispone la humanidad para llegar a conocer, también constituyen una parte esencial de la vertiente teórica de la filosofía.
Pero, evidentemente, además de por el terreno de juego, por el mundo y la historia en los que transcurrirá nuestra vida, debemos preguntarnos por el resto de los seres humanos, por aquellos con los que nos ha tocado jugar. Y no es ya por el hecho de que no estemos solos, sino porque, como demuestra algo tan simple como la educación, no podemos subsistir tras nacer sin la ayuda de otros humanos, para empezar de nuestros padres. ¿Cómo vivir con los demás, qué reglas de juego adoptar, cómo comportarnos de forma “vivible”, útil, digna, de forma simplemente justa en nuestras relaciones con los demás? De ésta cuestión se ocupa la segunda parte de la filosofía, una parte ya no teórica sino práctica que deriva, en un sentido amplio, de la esfera de la ética.
Pero ¿para qué conocer el mundo y su historia, para qué esforzarse en vivir en armonía con los demás? ¿Qué finalidad o qué sentido tienen todos esos esfuerzos? Además, ¿hay que buscarle un sentido? Todas esas preguntas, junto a otras del mismo tenor, nos remiten a la tercera esfera de la filosofía, la que se ocupa, como ya habrás podido deducir, de la salvación o de la sabiduría. Si la filosofía etimológicamente es “amor” (“philo”) a la “sabiduría” (“sophia”), debería autoanularse para dejar sitio, en la medida de lo posible, a la sabiduría misma, que es, sin duda, el fundamento de todo filosofar. Pues el ser sabio no consiste, por definición, en amar o buscar el ser. Ser sabio supone simplemente vivir sabiamente, feliz y libre en la medida de lo posible, tras vencer, finalmente, los miedos que la finitud despierta en nosotros.

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