miércoles, 11 de abril de 2012

CSV - CUARTOS MEDIOS - PRIMER TRIMESTRE 2012 - TEXTOS DE ESTUDIO Y LECTURA - ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA?

TEXTO 1: INVITACIÓN A LA FILOSOFÍA.
AUTOR: ANDRÉ COMTE – SPONVILLE.
LIBRO: INVITACIÓN A LA FILOSOFÍA
EDITORIAL: PAIDÓS
AÑO: 2002


Filosofar es pensar por uno mismo; pero nadie puede lograrlo verdaderamente sin apoyarse en el pensamiento de otros, especialmente en el de los grandes filósofos del pasado. La filosofía no es solamente una aventura; es también un trabajo que no puede llevarse a cabo sin esfuerzo, sin lecturas, sin herramientas. Los primeros pasos suelen ser arduos y desaniman a más de uno.
No hay una edad determinada para filosofar. Sin embargo, los adolescentes, más que los adultos, necesitan ser guiados en esta tarea.

¿Qué es la filosofía? La filosofía no es una ciencia, ni siquiera un conocimiento; no es un saber entre otros: es una reflexión sobre los saberes disponibles. Por eso la filosofía no se aprende, decía Kant: sólo podemos aprender a filosofar. ¿Cómo? Filosofando por nosotros mismos: preguntándonos por nuestro propio pensamiento, por el pensamiento de los demás, por el mundo, por la sociedad, por lo que la experiencia nos enseña, por lo que ésta nos oculta. … Lo deseable es que, durante este camino, demos con las obras de tal o cual filósofo profesional. De ser así pasaremos mejor, con más fuerza, con mayor profundidad. Iremos más lejos y más rápidamente. Cada lectura, cada filósofo, cada autor, añadía Kant, “no hemos de considerarlo como el modelo del juicio, sino simplemente como una ocasión para realizar nosotros mismos un juicio sobre él, o incluso contra él”. Nadie puede filosofar por nosotros. Obviamente la filosofía tiene sus especialistas, sus profesionales, sus enseñantes. Pero la filosofía no es fundamentalmente una especialidad, ni un oficio, ni una disciplina universitaria: es una dimensión constitutiva de la existencia humana.

Desde el momento en que somos seres dotados de vida y de razón, todos nosotros, inevitablemente nos vemos confrontados con la tarea de articular entre sí estas dos facultades. Y ciertamente podemos razonar sin filosofar (en las ciencias, por ejemplo), vivir sin filosofar (en la ignorancia o en la pasión, por ejemplo). Pero, sin filosofar, no podemos en absoluto pensar nuestra vida y vivir nuestro pensamiento: la filosofía es precisamente esto.

La biología jamás enseñará a un biólogo como tiene que vivir, ni si hay que hacerlo, ni siquiera si hay que ser biólogo. Las ciencias humanas jamás nos enseñarán el valor de la humanidad, ni su propio valor. Por eso hay que filosofar: porque hay que reflexionar sobre lo que sabemos , sobre lo que vivimos, sobre lo que queremos y porque, para ello, ningún saber nos es suficiente ni nos dispensa de hacerlo. ¿El arte? ¿La religión? ¿La política? Son materias muy importantes, pero también ellas han de ser objeto de reflexión, es algo que ningún filósofo pondrá en duda. Pero reflexionar sobre la filosofía no es salir de ella sino entrar en ella.

¿Por qué vía? Yo he seguido aquí la única que conocía verdaderamente, la de la filosofía occidental. Esto no significa que no haya otras, Filosofar es vivir con la razón, que es universal. ¿Cómo podría ser la filosofía exclusividad de alguien? Nadie ignora que existen otras
tradiciones especulativas y espirituales, sobre todo en Oriente. Pero no es posible abarcarlo todo, y sería un tanto ridículo por mi parte aspirar a presentar pensamientos orientales que, en su mayoría sólo conozco indirectamente. No creo en absoluto que la filosofía sea exclusivamente griega y occidental. Pero de lo que estoy totalmente convencido, es de que, en Occidente y desde los griegos, existe una inmensa tradición filosófica, que es la nuestra, y es hacia ella, y en ella, adonde quisiera guiar a mi lector.

Vivir con la razón, decía anteriormente. Esto indica una dirección, que es la de la filosofía, pero no puede agotar su contenido. La filosofía es un preguntar radical, la búsqueda total o última (y no, como en las ciencias, de tal o cual verdad particular); creación y utilización de conceptos (aunque esta práctica también exista en otras disciplinas) reflexividad (un volver del espíritu o de la razón sobre sí mismos: pensamiento del pensamiento), reflexión sobre la propia historia y sobre la de la humanidad; búsqueda de la mayor coherencia posible, de la mayor racionalidad posible (es el arte de la razón, si se quiere, pero que desemboca en un arte de vivir); es en ocasiones, construcción de sistemas; es, siempre elaboración de tesis, argumentos, teorías … Pero la filosofía es también, y quizás fundamentalmente, critica de las ilusiones, de los prejuicios, de las ideologías. Toda filosofía es una lucha. ¿Sus armas? La Razón. ¿Sus enemigos? La ignorancia, el fanatismo, el oscurantismo, - o la filosofía de los demás -. ¿Sus aliados? Las ciencias ¿Su objeto? La totalidad, con el hombre en su seno. O el hombre, pero en el seno de la totalidad. ¿Su meta? La sabiduría, la felicidad, pero en el seno de la verdad. Hay trabajo para rato, como suele decirse; tanto mejor: ¡los filósofos son gente muy dispuesta!

En la práctica, los temas de la filosofía son innumerables: nada humano o real le es ajeno. Esto no significa que todos ellos tengan la misma importancia. Kant, en un célebre pasaje de su “Lógica”, resumía el ámbito de la filosofía en cuatro preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? ¿Qué es el hombre? “Las tres primeras preguntas de resumen en la última”, subrayaba. Pero todas ellas desembocan, añadiría yo, en una quinta pregunta, que es sin duda, filosófica y humanamente, la cuestión principal: ¿cómo he de vivir? En cuanto se intenta dar una respuesta inteligente a esta pregunta se está haciendo filosofía. Y como es imposible evitar planteársela, hemos de concluir que la única forma de sustraerse a la filosofía es la ignorancia o el oscurantismo.

¿Hemos de filosofar? Desde el momento que nos planteamos esta pregunta – en cualquier caso desde que intentamos responder a ella con seriedad - ya estamos filosofando. Esto no significa que la filosofía se reduzca a su propia interrogación, y todavía menos a su autojustificación. Pues también filosofamos, más o menos, bien o mal, cuando nos preguntamos (de forma a la vez racional y radical) por el mundo, por la humanidad, por la felicidad, por la justicia, por la libertad, por la muerte, por Dios, por el conocimiento… ¿Y quién podría renunciar a hacerlo? El ser humano es un animal filosofante: sólo puede renunciar a la filosofía renunciando a una parte de su humanidad.

Así pues, hemos de filosofar: hemos de pensar tanto como podamos, y mejor de lo que sepamos. ¿Con qué fin? Para lograr una vida más humana, más lúcida, más serena, más razonable, más feliz, más libre… es lo que tradicionalmente denominamos sabiduría, que sería una felicidad sin ilusiones y sin mentira. ¿Podemos alcanzarla? Jamás por completo, sin duda. Pero esto no impide que la busquemos, ni que nos aproximemos a ella. “La filosofía – escribe Kant – es para el hombre un esfuerzo por alcanzar la sabiduría, esfuerzo que nunca acaba”. Razón de más para ponernos a trabajar. Se trata de pensar mejor para vivir mejor. La filosofía es este trabajo; la sabiduría, este reposo.

¿Qué es la filosofía? Hay tantas respuestas, o casi tantas como filósofos. Pero esto no impide que dichas respuestas coincidan o confluyan en lo esencial. Por mi parte, desde mis años de estudiante, siento debilidad por la respuesta de Epicuro: “la filosofía es una actividad que mediante discursos y razonamientos, nos procura la vida feliz”. Esto es definir la filosofía por su mayor logro (la sabiduría, la beatitud), y, aunque ese logro nunca sea completo, es mejor que encerrarla en sus fracasos. La felicidad es la meta; la filosofía, el camino. ¡Buen viaje a todos!



TEXTO 2: ¿POR QUÉ FILOSOFAR?
AUTOR: OTFRIED HOFFE
LIBRO: BREVE HISTORIA ILUSTRADA DE LA FILOSOFÍA
AÑO: 2000


Esperamos de la filosofía que plantee preguntas fundamentales para darles respuestas igualmente fundamentales. En efecto, La filosofía se ocupa de cuestiones de principio que urgen, incluso, a toda la humanidad y pueden concentrarse en tres interrogantes decisivos: 1) ¿Qué es la naturaleza y qué podemos saber de ella? 2) ¿Cómo debemos vivir en cuanto individuos y en cuanto comunidad? 3) ¿Qué debemos esperar de una buena existencia, en esta vida o en la futura?. A estas preguntas se suman otras que preocupan a épocas concretas, como la relación entre razón y revelación o la relativa a si existe un progreso en la historia.

Algunos tienen a los filósofos por personas ajenas a la vida real. Sin embargo, quién examine más en detalle esas preguntas que ellos plantean y que afectan a la humanidad en general, descubrirá enseguida cuestiones parciales o subordinadas que nada tienen de ajeno a la realidad: 1a) ¿Hay una materia originaria o básica constitutiva de la totalidad de la naturaleza?; ¿existe eso que significa la palabra “átomo” en sentido literal: un componente único e indivisible de la naturaleza? 1b) ¿Es la naturaleza espacial y temporalmente infinita, o, por el contrario, finita, y por lo tanto, obra de un creador, de una divinidad? Es posible que estas preguntas no tengan relevancia existencial, pero no cabe duda de que las siguientes si la tienen: la cuestión referente a 2a) al bien y al mal 2b) a la libertad, sobre todo la libertad de la voluntad, y 2c) la que inquiere por la justicia del derecho y el Estado. Para terminar también queremos saber 3a) si nuestro bienestar, la felicidad, depende de nuestro buen comportamiento, de una vida moralmente buena: ¿es rentable la honradez moral o, por el contrario, la persona honrada es, en definitiva, un tonto? 3b) Y, en el caso de que la compensación no se dé “en esta vida” ¿hay esperanza de un alma inmortal, una vida eterna y una recompensa en el más allá? Aunque es posible eludir estas preguntas resulta difícil negarlas. Así pues tenemos derecho a decir que es necesario filosofar. La filosofía no quiere hechizar el mundo en que vivimos ni darle hondura mística. Tampoco crea ilusiones, sino que busca, más bien, respuestas convincentes a ciertas preguntas básicas que apenas podemos evitar. Es cierto que en esa búsqueda puede verse obligada a alterar el horizonte de expectativas de las respuestas y, en más de una ocasión, incluso las propias preguntas.

En sentido estricto y riguroso, la filosofía es relativamente joven, y según los datos de las fuentes transmitidas, no tiene mucho más de dos milenos y medio. Sin embargo, las preguntas inevitables se plantearon hace mucho antes y se siguieron tratando posteriormente fuera de la filosofía. Por consiguiente, es necesario disponer al menos de una segunda razón para filosofar: la filosofía comienza a desarrollarse allí donde la gente se siente insatisfecha por la manera en que se han planteado esas preguntas o cómo se les ha dado respuesta hasta entonces. A partir de un descontento fundamental, de una crítica radical, se establece un nuevo estilo de preguntas y respuestas, un nuevo modo de abordar la realidad y hablar de ella.

Los filósofos no suelen narrar, en general, aquello que los griegos llamaban “mitos”: historias sobre dioses y héroes o sobre el principio y el orden tanto de la naturaleza como de la sociedad. Tampoco apelan a una revelación religiosa, a una palabra de Dios o a una transmisión, a una tradición. Aunque se ocupen de todo ello, trabajan exclusivamente con los medios de la razón humana: con conceptos (idóneos), con razonamientos y argumentos (explicativos y no contradictorios) y con experiencias elementales, como por ejemplo, la de que existe un mundo poblado por seres diversos y que entre ellos hay ciertos seres capaces de hablar y pensar. Los filósofos buscan en esos tres “medios” – el concepto, el argumento y la experiencia – una validez amplia, a menudo incluso universal. Pero aunque no la consiguen, se espera que obtengan al menos la “hermana menor” de esa validez: una “posibilidad de comprobación general” Dado que cada uno de esos tres medios filosóficos existe en múltiples formas, la filosofía amplía pronto su campo de acción para buscar una relación ordenada. Los griegos llamaban logos tanto a los conceptos como a los argumentos y, muy en especial, a su orden y su forma verbal. El elixir de la vida de la filosofía es el logos, con sus cuatro facetas: el concepto, la argumentación, el orden lógico y el lenguaje. El lenguaje convierte el filosofar en dialogo e, incluso, en polémica, en discusión tanto con los contemporáneos como con los grandes filósofos de la historia. En efecto, la filosofía no está compuesta por un tesoro de verdades eternas, sino que consiste en una búsqueda realizada con otros y contra otros, sin que en ese proceso podamos dar por supuesto un progreso lineal.

Pero los conceptos y los argumentos surgen ya en la vida cotidiana; y lo mismo podemos decir de las ciencias. Así pues para que la filosofía sea algo peculiar, se requerirá un tercer motivo: se llega a filosofar en aquellos casos en que alguien reúne el valor suficiente y, al mismo tiempo, desarrolla la capacidad debida para llevar al límite ciertas preguntas fundamentales planteadas en la existencia diaria y en las ciencias – “¿qué es lo correcto?”, “¿qué es algo en concreto?”; y, tanto para una como para la otra cuestión “¿por qué?” -. En tales casos, nada se sustrae a sus penetrantes preguntas sobre el qué y el porqué, pues cuestionan hasta lo más obvio, incluida la propia tradición. La autocrítica es un componente esencial de la filosofía.

Pero ¿por qué hay que llevar al límite las preguntas sobre el qué y el porqué?; ¿por qué debemos calar cada vez con más hondura? Las respuestas son diferentes en cada caso concreto --. Así lo muestra la historia; sin embargo hay una fuerza común que las impulsa: el ansia de saber. Una de las principales obras filosóficas de Aristóteles, la Metafísica, comienza acertadamente con esta frase “Todos los seres humanos aspiran por naturaleza al conocimiento”. La filosofía no pretende más – pero tampoco menos – que desplegar plenamente un impulso natural, la curiosidad intelectual.

El resultado no es una ventaja en el sentido corriente del término, una utilidad, más allá del pleno del saber. La filosofía no busca desarrollar un conocimiento especial paralelo al de otros ámbitos del saber, sino llevar a su plenitud la vocación de conocimiento inherente al ser humano. Por lo demás, un saber no utilitario no constituye ninguna novedad. Al contrario, todos conocemos qué es un saber como un fin en sí mismo: y así lo percibimos en los placeres sensoriales: en el goce de la vista, el oído, el gusto y el tacto. No es casual que un elemento de la filosofía, el concepto, derive etimológicamente de la actividad con que los lactantes exploran el mundo, es decir, de la palabra latina que significa “tomar”, “asir”, “agarrar”.

A quien domina plenamente un saber o una destreza lo llamamos “maestro”; los griegos le daban el nombre de sophos: “sabio”. Mientras que otros son maestros en un oficio, en asuntos legales (“juristas”) en la curación de enfermedades (“médicos”) o en cuestiones políticas (“políticos”), los filósofos buscan la maestría en el saber. Y dado que se trata de algo muy difícil de lograr, los filósofos, siguiendo a Platón, no reivindican a la sophia misma, sino sólo la philosophía: el amor a la sabiduría. El prefijo philo – expresa también, no obstante, la familiarización con lo presente y no el afán de conseguir algo inalcanzable. Para Platón el philosophos es un philomathés, alguien que encuentra en aprender un placer que nunca le sacia. A ello se añade un segundo factor: por lo común nuestros conocimientos son sólo competentes en un ámbito restringido, mientras que la filosofía busca una comprensión competente de todo y en general: un saber sobre la totalidad de la naturaleza, un saber sobre lo que es bueno y justo de manera universal y absoluta; y, en particular un saber sobre el propio saber. La filosofía intenta explicar qué es un concepto apropiado y una argumentación bien fundada, y cómo se organizan conceptos y argumentos en una relación ordenada.


TEXTO 3: LA FILOSOFÍA ES APRENDER A MORIR.
AUTOR: LUC FERRY.
LIBRO: “APRENDER A VIVIR. FILOSOFÍA PARA MENTES JÓVENES.
AÑO: 2007 


La pregunta evidente “¿qué es la filosofía?” es una de las más controvertidas que conozco. La mayoría de los filósofos actuales siguen dándole vueltas sin lograr ponerse de acuerdo en cuál es la respuesta.
Cuando cursaba mis últimos años de bachillerato, mi profesor me aseguraba que se trataba “simplemente” de “formar nuestro espíritu crítico con vistas a la autonomía”, de un “método de pensamiento riguroso”, de un “arte de la reflexión” que hundía sus raíces en una actitud basada en el “asombro” y el “planteamiento de preguntas”. Éste es el tipo de definiciones que aún hoy seguirás encontrando diseminadas por los manuales de iniciación.

A pesar de todo el respeto que me inspiran personalmente las definiciones de este tipo, debo decir que no tienen mucho que ver con el fondo de la cuestión.

Es cierto que es deseable que en filosofía se reflexione. Que, a ser posible, se piense con rigor, en ocasiones incluso siguiendo un método crítico o planteando preguntas. Pero todo eso no es nada, absolutamente nada específico. Estoy seguro de que a ti mismo se te ocurren muchísimas otras actividades humanas que requieren del planteamiento de preguntas, o en las que uno debe esforzarse por argumentar lo mejor que sabe sin que ello implique que uno tenga que ser filósofo.

Los biólogos y los artistas, los médicos y los novelistas, los matemáticos y los teólogos, los periodistas e incluso los políticos reflexionan y se plantean preguntas. Sin embargo no son, que yo sepa, filósofos.
Voy a proponerte que nos alejemos de esos lugares comunes y aceptes provisionalmente, hasta que lo veas con más claridad por ti mismo, otro enfoque.

Partiremos de una consideración muy simple, pero que contiene el germen de la pregunta central de toda filosofía: el ser humano, a diferencia de Dios – si es que Dios existe – es mortal o, por decirlo como los filósofos, es un ser “finito”, limitado en el espacio y en el tiempo. Pero a diferencia de los animales, es el único ser que tiene conciencia de sus límites. Sabe que va a morir y que también morirán sus seres queridos. No puede evitar hacerse preguntas ante una situación que, a priori, resulta inquietante, por no decir absurda o insoportable. Y, evidentemente, ésta es la razón por la que en primer lugar se acerca a las religiones que le prometen la salvación.

Quiero que comprendas bien esta palabra – salvación – y también que entiendas como las religiones intentan hacerse cargo de las cuestiones que suscita. De hecho, lo más sencillo para empezar a definir la filosofía es, como tendrás ocasión de comprobar, ponerla en relación con el proyecto religioso.
Abre un diccionario y verás que el término “salvación” designa ante todo “el hecho de ser salvado, de escapar de un peligro o de una gran desgracia”. Muy bien, pero ¿de qué catástrofe, de qué peligro pretenden ayudarnos a escapar las religiones? Ya conoces la respuesta: evidentemente, se trata de la muerte. Ésta es la razón por la que todas se esfuerzan, de modos diversos, por prometernos la vida eterna, por asegurarnos que un día volveremos a reencontrarnos con aquellos que amamos, familiares, o amigos, hermanos o hermanas, maridos o esposas, niños o bebes, de los que la existencia terrena, ineludiblemente nos va a separar.
Hay que reconocer que esta idea tranquiliza bastante. En efecto, después de todo, ¿qué es lo que deseamos? No estar solos, ser comprendidos y amados, que no nos separen de nuestros seres queridos; resumiendo, no morir y que ellos tampoco mueran. Ahora bien, la vida real acaba frustrando un día u otro, todas esas esperanzas. Por eso, hay quien busca la salvación poniendo su confianza en un Dios y unas religiones que le aseguran que la alcanzará.

Pero para aquellos que no están convencidos, para los que dudan de verdad de estas promesas, el problema sigue ahí. Y es justamente donde la filosofía, por así decirlo, toma el relevo. La muerte en sí – este aspecto es crucial si quieres entender lo que es el campo de la filosofía – no es una realidad tan sencilla como por lo general se suele creer. La muerte es lo que atormenta a ese desgraciado ser finito que es el hombre, porque sólo él es consciente de que su tiempo es limitado, de que lo irreparable no es una ilusión, y puede que le haga bien reflexionar sobre lo que debe hacer en su corta vida. Edgar Allan Poe, en uno de sus poemas más famosos, encarnó esta idea de la irreversibilidad del curso de la existencia en un animal siniestro, un cuervo encaramado en el alféizar de una ventana, que sólo sabía decir y repetir una única fórmula: Never more (“nunca más”),

Lo que Poe quería decir con esta imagen es que la muerte pertenece al ámbito del “nunca más”. Es, en el seno mismo de la vida, lo que nunca volverá, lo que irreversiblemente sustituye a un pasado que uno no tiene oportunidad alguna de recuperar algún día. Puede tratarse de unas vacaciones de nuestra infancia, de lugares o amigos de los que uno se aleja para no volver, del divorcio de nuestros padres, de las casas o escuelas que una mudanza nos obliga a abandonar, o miles de otras cosas. Aunque se trate de la desaparición de un ser querido, todo aquello que pertenece al ámbito del “nunca más” forma parte del registro de la muerte.
Si lo consideras desde este punto de vista, verás qué lejos está la muerte de poder definirse exclusivamente como el final de la vida biológica. Para vivir bien, para vivir en libertad, para ser capaces de amar debemos, en primer lugar y ante todo, vencer el temor, o, mejor dicho, los temores, ya que las manifestaciones de lo irreversible son diversas. Es en este preciso punto donde existe entre religión y filosofía una discrepancia fundamental.

Al no lograr creer en un Dios salvador, el filósofo es, ante todo, aquel que cree que conociendo el mundo, comprendiéndose a sí mismo y a los demás, en la medida de que nos lo permite nuestra inteligencia, se puede llegar a superar los miedos, pero más que desde un fe ciega, desde la lucidez. En otras palabras, si las religiones se definen como la salvación a través de Otro (Dios), por la gracia de Dios, podríamos definir los grandes sistemas filosóficos como doctrinas de salvación por uno mismo, sin la ayuda de Dios.
En opinión de muchos filósofos el miedo a la muerte nos impide vivir bien. No es sólo que genere angustia. A decir verdad, la mayor parte del tiempo ni siquiera pensamos en ella, y estoy seguro de que no te pasas días meditando sobre el hecho de que los hombres son mortales. Pero si dotamos el problema de mayor profundidad, parece que la irreversibilidad del curso de las cosas, que es una forma de muerte en el corazón mismo de la vida, amenaza todos los días con arrastrarnos hacia una dimensión del tiempo que corrompe la existencia: la del pasado donde se alojan los grandes destructores de la felicidad que son la nostalgia y la culpabilidad, el arrepentimiento y los remordimientos.

La filosofía – todas las filosofías, por muy distintas que sean las respuestas que intentan aportar – también prometen ayudarnos a escapar de estos miedos primitivos. Comparte con las religiones, al menos en origen, la convicción de que la angustia nos impide vivir bien: no es ya que nos impida ser felices, es que tampoco nos deja ser libres. Éste es un tema omnipresente entre los primeros filósofos griegos: uno no puede ni pensar en actuar libremente cuando está paralizado por esa inquietud sorda que genera, por muy inconsciente que sea, el miedo a lo irreversible. Se trata, por tanto, de invitar a los seres humanos a “salvarse”.
Pero, como ya habrás comprendido a éstas alturas, esa salvación no puede proceder de Otro, de un ser trascendente (lo que significa “exterior y superior” a nosotros), debe provenir de nosotros mismos. La filosofía quiere que nos aclaremos recurriendo a nuestras propias fuerzas, con la simple ayuda de la razón o que, al menos aprendamos a utilizarla como es debido. Con audacia y con firmeza.
Filosofar en lugar de creer supone en el fondo – al menos desde el punto de vista de los filósofos, que no es el de los creyentes – preferir la lucidez al confort, la libertad a la fe. En verdad se trata, en cierto sentido, de “salvar el pellejo” pero no a cualquier precio.

Aunque la búsqueda de una salvación al margen de Dios esté en el corazón de todo gran sistema filosófico, aunque éste sea su objetivo final y último, no se podría alcanzar sin pasar por una reflexión profunda en torno a la inteligencia de lo que es – lo que, por lo general, solemos denominar teoría – y por lo que habitualmente llamamos ética.

La razón es fácil de entender.

Si la filosofía, al igual que las religiones, hace de la reflexión sobre la finitud humana su fuente más originaria - del hecho de que nosotros, simples mortales, tenemos los días contados y que somos los únicos seres en el mundo plenamente conscientes de ello - se desprende que no podamos eludir la cuestión de qué debemos hace en ese tiempo limitado. A diferencia de los árboles, las ostras o los conejos, no dejamos de hacernos preguntas sobre nuestra relación con el tiempo, sobre cómo debemos emplearlo o en que debemos ocuparlo, tanto si es por un lapso breve, la hora o la mañana que viene, como si se trata de un periodo más largo, el mes o el año en curso. Inevitablemente, quizá con ocasión de una ruptura, de un suceso brutal, acabamos preguntándonos qué hacemos, que podríamos o deberíamos hacer con nuestra vida.

En otras palabras, la ecuación “mortalidad + conciencia de ser mortal” es un cóctel que contiene el germen de todos los interrogantes filosóficos. Filósofo es aquel que, ante todo, piensa que no estamos aquí “de turismo”, para divertirnos. O mejor dicho, aunque en contra de todo lo que acabo de afirmar, acabará llegando a la conclusión de que lo único que merece la pena ser vivido es la diversión, esta certeza será el resultado de un pensar, de una reflexión y no de un reflejo condicionado. Lo que implica que ha tenido que recorrer tres etapas la de la teoría, la de la moral o la ética y finalmente, la correspondiente a la conquista de la salvación o la sabiduría.

Simplificando, se podría formular así el proceso: lo primero que hace la filosofía por medio de la teoría es hacerse una idea del “terreno de juego”, adquirir un conocimiento mínimo del mundo en el que se va a desarrollar nuestra existencia. ¿Qué parece ser hostil o amistoso, peligroso o inútil, armonioso o caótico, misterioso o comprensible, bello o feo? Si la filosofía consiste en la búsqueda de salvación, en la reflexión en torno al tiempo que va trascurriendo y que es limitado, no puede por menos que comenzar por hacerse preguntas sobre la naturaleza del mundo que nos rodea. Toda filosofía digna de tal nombre parte, por tanto, de las ciencias naturales que nos develan la estructura del universo: la física, las matemáticas, la biología, etcétera, pero asimismo de las ciencias históricas que arrojan luz sobre la historia de los hombres. “Aquí no entra nadie que no sea un geómetra” decía Platón a sus discípulos refiriéndose a su escuela, la Academia, y después de él ninguna filosofía ha pretendido jamás economizar medios a la hora de obtener conocimientos científicos. Pero debemos ir más lejos y preguntarnos también por los medios a nuestro alcance para conocer. Por lo tanto, la filosofía intenta, más allá de las consideraciones que forman parte de las ciencias positivas, comprender la naturaleza del conocimiento mismo, entender los métodos de los que se sirve. Por ejemplo: ¿cómo descubrir las causas de un fenómeno? Pero también se fija en los límites de la disciplina. Otro ejemplo: ¿Se puede demostrar la existencia de Dios?.

Estas dos preguntas, la de la naturaleza del mundo y la referente a los instrumentos que dispone la humanidad para llegar a conocer, también constituyen una parte esencial de la vertiente teórica de la filosofía.
Pero, evidentemente, además de por el terreno de juego, por el mundo y la historia en los que transcurrirá nuestra vida, debemos preguntarnos por el resto de los seres humanos, por aquellos con los que nos ha tocado jugar. Y no es ya por el hecho de que no estemos solos, sino porque, como demuestra algo tan simple como la educación, no podemos subsistir tras nacer sin la ayuda de otros humanos, para empezar de nuestros padres. ¿Cómo vivir con los demás, qué reglas de juego adoptar, cómo comportarnos de forma “vivible”, útil, digna, de forma simplemente justa en nuestras relaciones con los demás? De ésta cuestión se ocupa la segunda parte de la filosofía, una parte ya no teórica sino práctica que deriva, en un sentido amplio, de la esfera de la ética.

Pero ¿para qué conocer el mundo y su historia, para qué esforzarse en vivir en armonía con los demás? ¿Qué finalidad o qué sentido tienen todos esos esfuerzos? Además, ¿hay que buscarle un sentido? Todas esas preguntas, junto a otras del mismo tenor, nos remiten a la tercera esfera de la filosofía, la que se ocupa, como ya habrás podido deducir, de la salvación o de la sabiduría. Si la filosofía etimológicamente es “amor” (“philo”) a la “sabiduría” (“sophia”), debería autoanularse para dejar sitio, en la medida de lo posible, a la sabiduría misma, que es, sin duda, el fundamento de todo filosofar. Pues el ser sabio no consiste, por definición, en amar o buscar el ser. Ser sabio supone simplemente vivir sabiamente, feliz y libre en la medida de lo posible, tras vencer, finalmente, los miedos que la finitud despierta en nosotros.

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